El FeDÓn...

miércoles, 2 de febrero de 2011

 


SEGUNDA PARTE
FEDÓN
[63b-70b]
-Es justa vuestra observación -replico-, y, según creo, lo que vosotros queréis decir es que yo debo defenderme contra ella como si estuviera ante un tribunal.

-Exactamente -dijo Simmias.

-Pues ¡ea! -agregó-, intentaré defenderme ante vosotros más convincentemente que ante los jueces. En efecto, ¡oh Simmias y Cebes!, si yo no creyera, primero, que iba a llegar junto a otros dioses sabios y buenos, y después, junto a hombres muertos mejores que los de aquí, cometería una falta si no me irritase con la muerte. Pero el caso es, sabedlo bien, que tengo la esperanza de llegar junto a hombres que son buenos; y aunque esto no lo afirmaría yo categóricamente, no obstante, el que he de llegar junto a dioses que son amos excelentes insistiría en afirmarlo, tenedlo bien sabido, más que cualquier otra cosa semejante. De suerte que, por esta razón, no me irrito tanto como me irritaría en caso contrario, sino que tengo la esperanza de que hay algo reservado a los muertos: y, como se dice desde antiguo, mucho mejor para los buenos que para los malos.

-¿Y entonces qué, Sócrates -dijo Simmias-, tienes la intención de marcharte quedándote tu solo con esa idea en la cabeza, y no nos harás participar de ella a nosotros también? Pues es algo común a todos nosotros, según me parece, ese bien; y a la vez tendrás tu defensa, si logras convencernos de lo que dices.

-Está bien, lo intentaré -dijo-. Pero, antes que nada, preguntemos a Critón, que está ahí, qué es lo que da la impresión de querer decirme desde hace rato.

-¿Y qué otra cosa va a ser, Sócrates, sino que desde hace tiempo me está diciendo el que te va a dar el veneno que conviene advertirte que hables lo menos posible? Pues asegura que al charlar se acaloran demasiado, y que no se debe poner un obstáculo semejante al veneno, pues si no, hay casos en que se ven obligados a beberlo hasta dos o tres veces los que obran así.

-Mándale a paseo -le respondió Sócrates--. Que cuide tan sólo de preparar su veneno para darme doble dosis, o triple incluso, si es preciso.

-Ya me suponía yo tu respuesta, pero hace un buen rato que me está molestando.

-Déjale -replicó-. Y ahora es a vosotros, los jueces, a quienes quiero ya rendir cuentas de por qué me parece a mí natural que un hombre que ha pasado su vida entregado a la filosofía se muestre animoso cuando está en trance de morir, y tenga la esperanza de que en el otro mundo va a conseguir los mayores bienes, una vez que acabe sus días. Y cómo puede ser esto así, oh Simmias y Cebes, voy a intentar explicároslo.

-Es muy posible, en efecto, que pase inadvertido a los demás que cuantos se dedican por ventura a la filosofía en el recto sentido de la palabra no practican otra cosa que el morir y el estar muertos. Y si esto es verdad, sería sin duda un absurdo el que durante toda su vida no pusieran su celo en otra cosa sino ésta, y el que, una vez llegada, se irritasen con aquello que desde tiempo atrás anhelaban y practicaban.

Entonces Simmias, echándose a reír, exclamó:

-¡Por Zeus!, Sócrates, a pesar de que hace un momento no tenía en absoluto ganas de reírme, me has obligado a ello. Pues creo que, si el vulgo hubiera oído decir eso mismo, lo hubiera estimado muy bien dicho respecto de los que se dedican a la filosofía. Y con el vulgo estarían de completo acuerdo nuestros compatriotas en que verdaderamente los que filosofan están moribundos. Y dirían, además, que a ellos no se les escapa que son dignos de padecer tal suerte.

-Y dirían la verdad, Simmias, salvo en lo que a ellos no se les escapa eso. Porque efectivamente les pasa inadvertido de qué modo están moribundos, en qué sentido merecen la muerte, y qué clase de muerte merecen los que son filósofos de verdad. Hablemos, pues, entre nosotros mismos -añadió-, y mandemos a aquéllos a paseo. ¿creemos que es algo la muerte?

-Sin duda alguna -le replicó Simmias.

-¿Y que no es otra cosa que la separación del alma y del cuerpo? ¿Y que el estar muerto consiste en que el cuerpo, una vez separado del alma, queda a un lado solo en si mismo, y el alma a otro, separada del cuerpo, y sola en sí misma? ¿Es, acaso, la muerte otra cosa que eso?

-No - respondió - es eso.

-En tal caso, mi buen amigo, mira a ver si eres de la misma opinión que yo, pues a partir de vuestro asentimiento creo que adquiriremos mayor conocimiento sobre lo que consideramos. ¿Te parece a ti propio del filósofo el interesarse por los llamados placeres de la índole, por ejemplo, de los de la comida y la bebida?

-De ningún modo, Sócrates -respondió Simmias.

-¿Y de los placeres del amor?

-Tampoco.

-¿Y qué diremos, además, de los cuidados del cuerpo? ¿Te parece que los considera dignos de estimación un hombre semejante? Asi, por ejemplo, la posesión de mantos y calzados distinguidos y los restantes adornos del cuerpo ¿te da la impresión de apreciarlos o despreciarlos, salvo en lo que sea de gran necesidad participar en ellos?

-A mí me parece que los desprecia -respondió-, al menos, el filósofo de verdad.

-¿Y no te parece -prosiguió- que en su totalidad la ocupación de un hombre semejante no versa sobre el cuerpo, sino, al contrario, en estar separado lo más posible de él, y en aplicarse al alma?

-A mí, si.

-¿Y en primer lugar, no está claro en tal conducta que el filósofo desliga el alma de su comercio con el cuerpo lo más posible y con gran diferencia sobre los demás hombres?

-Resulta evidente.

-Y, sin duda, Simmias, parécele al vulgo que la vida de aquel que no considera agradable ninguna de dichas cosas, ni toma parte en ellas, no merece la pena, y que es algo cercano a la muerte a lo que tiende quien no se cuida en nada de los placeres corporales.

-Es enteramente cierto lo que dices.

-¿Y qué decir sobre la adquisición misma de la sabiduría? ¿Es o no un obstáculo el cuerpo, si se le toma como compañero en la investigación? Y te pongo por ejemplo lo siguiente: ofrecen, acaso, a los hombres alguna garantía de verdad la vista y el oído, o viene a suceder lo que los poetas nos están repitiendo siempre, que no oimos ni vemos nada con exactitud? Y si entre los sentidos corporales éstos no son exactos, ni dignos de crédito, difícilmente lo serán los demás, puesto que son inferiores a ellos. ¿No te parece así?

-Así, por completo -dijo.

-Entonces -replicó Sócrates- ¿cuándo alcanza el alma la verdad? Pues siempre que intenta examinar algo juntamente con el cuerpo, está claro que es engañada por él.

-Dices verdad.

-¿Y no es al reflexionar cuando, más que en ninguna otra ocasión, se le muestra con evidencia alguna realidad?

-Sí.

-E indudablemente la ocasión en que reflexiona mejor es cuando no la perturba ninguna de esas cosas, ni el oído, ni la vista, ni dolor, ni placer alguno, sino que, mandando a paseo el cuerpo, se queda en lo posible sola consigo mismo y, sin tener en lo que puede comercio alguno ni contacto con él, aspira a alcanzar la realidad.

-Así es.

-¿Y no siente en este momento el alma del filósofo un supremo desdén por el cuerpo, y se escapa de él, y busca quedarse a solas consigo misma?

-Tal parece.

-¿Y qué ha de decirse de lo siguiente, Simmias: afirmamos que es algo lo justo en sí, o lo negamos?

-Lo afirmamos, sin duda, ¡por Zeus!

-¿Y que, asimismo, lo bello es algo y lo bueno también?

-¡ Cómo no !

-Pues bien, ¿has visto ya con tus ojos en alguna ocasión alguna de tales cosas?

-Nunca -respondió Simmias.

-¿Las percibiste, acaso, con algún otro de los sentidos del cuerpo? Y estoy hablando de todo; por ejemplo, del tamaño, la salud, la fuerza; en una palabra, de la realidad de todas las demás cosas, es decir, de lo que cada una de ellas es. ¿Es, acaso, por medio del cuerpo como se contempla lo más verdadero de ellas, u ocurre, por el contrario, que aquel de nosotros que se prepara con el mayor rigor a reflexionar sobre la cosa en sí misma, que es objeto de su consideración, es el que puede llegar más cerca del conocer cada cosa?

-Así es, en efecto.

-¿Y no haría esto de la manera más pura aquel que fuera a cada cosa tan sólo con el mero pensamiento, sin servirse de la vista en el reflexionar y sin arrastrar ningún otro sentido en su meditación, sino que, empleando el mero pensamiento en sí mismo, en toda su pureza, intentara dar caza a cada una de las realidades, sola, en sí misma y en toda su pureza, tras haberse liberado en todo lo posible de los ojos, de los oídos y, por decirlo así, de todo el cuerpo, convencido de que éste perturba el alma y no la permite entrar en posesión de la verdad y de la sabiduría, cuando tiene comercio con ella? ¿Acaso no es éste, oh Simmias, quien alcanzará la realidad, si es que la ha alcanzado alguno?

-Es una verdad grandísima lo que dices, Sócrates -replicó Simmias.

-Pues bien -continuó Sócrates-, después de todas estas consideraciones, por necesidad se forma en los que son genuinamente filósofos una creencia tal, que les hace decirse mutuamente algo así como esto: tal vez haya una especie de sendero que nos lleve a término [juntamente con el razonamiento en la investigación], porque mientras tengamos el cuerpo y esté nuestra alma mezclada con semejante mal, jamás alcanzaremos de manera suficiente lo que deseamos. Y decimos que lo que deseamos es la verdad. En efecto, son un sin fin las preocupaciones que nos procura el cuerpo por culpa de su necesaria alimentación; y encima, si nos ataca alguna enfermedad, nos impide la caza de la verdad. Nos llena de amores, de deseos, de temores, de imágenes de todas clases, de un montón de naderías, de tal manera que, como se dice, por culpa suya no nos es posible tener nunca un pensamiento sensato. Guerras, revoluciones y luchas nadie las causa, sino el cuerpo y sus deseos, pues es por la adquisición de riquezas por lo que se originan todas las guerras, y a adquirir riquezas nos vemos obligados por el cuerpo, porque somos esclavos de sus cuidados; y de ahí, que por todas estas causas no tengamos tiempo para dedicarlo a la filosofía. Y lo peor de todo es que, si nos queda algún tiempo libre de su cuidado y nos dedicamos a reflexionar sobre algo, inesperadamente se presenta en todas partes en nuestras investigaciones y nos alborota, nos perturba y nos deja perplejos, de tal manera que por su culpa no podemos contemplar la verdad. Por el contrario, nos queda verdaderamente demostrado que, si alguna vez hemos de saber algo en puridad, tenemos que desembarazarnos de él y contemplar tan sólo con el alma las cosas en sí mismas. Entonces, según parece, tendremos aquello que deseamos y de lo que nos declaramos enamorados, la sabiduria; tan sólo entonces, una vez muertos, según indica el razonamiento, y no en vida. En efecto, si no es posible conocer nada de una manera pura juntamente con el cuerpo, una de dos, o es de todo punto imposible adquirir el saber, o sólo es posible cuando hayamos muerto, pues es entonces cuando el alma queda sola en sí misma, separada del cuerpo, y no antes. Y mientras estemos con vida, más cerca estaremos del conocer, según parece, si en todo lo posible no tenemos ningún trato ni comercio con el cuerpo, salvo en lo que sea de toda necesidad, ni nos contaminamos de su naturaleza,manteniéndonos puros de su contacto, hasta que la divinidad nos libre de él.De esta manera, purificados y desembarazados de la insensatez del cuerpo, estaremos, como es natural, entre gentes semejantes a nosotros y conoceremos por nosotros mismos todo lo que es puro; y esto tal vez sea lo verdadero. Pues al que no es puro es de temer que le esté vedado el alcanzar lo puro. He aquí, oh Simmias, lo que necesariamente pensarán y se dirán unos a otros todos los que son amantes del aprender en el recto sentido de la palabra. ¿No te parece a ti asi?

-Enteramente, Sócrates.

-Así, pues, compañero -dijo Sócrates-, si esto es verdad, hay una gran esperanza de que, una vez llegado adonde me encamino, se adquirirá plenamente allí, más que en ninguna otra parte, aquello por lo que tanto nos hemos afanado en nuestra vida pasada; de suerte que el viaje que ahora se me ha ordenado se presenta unido a una buena esperanza, tanto para mí como para cualquier otro hombre que estime que tiene su pensamiento preparado y, por decirlo así, purificado.

-Exacto -respondió Simmias.

-¿Y la purificación no es, por ventura, lo que en la tradición se viene diciendo desde antiguo, el separar el alma lo más posible del cuerpo y el acostumbrarla a concentrarse; a recogerse en si misma, retirándose de todas las partes del cuerpo, y viviendo en lo posible tanto en el presente como en el después sola en sí misma, desligada del cuerpo como de una atadura?

-Así es en efecto -dijo.

-¿Y no se da el nombre de muerte a eso precisamente, al desligamiento y separación del alma con el cuerpo?

Sin duda alguna -respondió Simmias.

-Pero el desligar el alma, según afirmamos, es la aspiración suma, constante y propia tan sólo de los que filosofan en el recto sentido de la palabra; y la ocupación de los filósofos estriba precisamente en eso mismo, en el desligamiento y separación del alma y del cuerpo. ¿Si o no?

-Así parece.

-¿Y no sería ridículo, como dije al principio, que un hombre que se ha preparado durante su vida a vivir en un estado lo más cercano posible al de la muerte, se irrite luego cuando le llega ésta?

-Sería ridículo. ¡Cómo no!

-Luego, en realidad, oh Simmias -replicó Sócrates-, los que filosofan en el recto sentido de la palabra se ejercitan en morir, y son los hombres a quienes resulta menos temeroso el estar muertos. Y puedes colegirlo de lo siguiente: si están enemistados en todos los respectos con el cuerpo y desean tener el alma sola en sí misma, ¿no sería un gran absurdo que, al producirse esto, sintieran temor y se irritasen y no marcharan gustosos allá, donde tienen esperanza de alcanzar a su llegada aquello de que estuvieron enamorados a lo largo de su vida -que no es otra cosa que la sabiduría- y de librarse de la compañia de aquello con lo que estaban enemistados? ¿No es cierto que al morir amores humanos, mancebos amados, esposas e hijos, fueron muchos los que se prestaron de buen grado a ir en pos de ellos al Hades, impulsados por la esperanza de que allí verían y se reunirían con los seres que añoraban? Y en cambio, si alguien ama de verdad la sabiduría, y tiene con vehemencia esa misma esperanza, la de que no se encontrará con ella de una manera que valga la pena en otro lugar que en el Hades ¿se va a irritar por morir y marchará allá a disgusto? Preciso es creer que no, compañero, si se trata de un verdadero filósofo, pues tendrá la firme opinión de que en ninguna otra parte, salvo allí, se encontrará con la sabiduría en estado de pureza. Y si esto es así, como decía hace un momento, ¿ no sería un gran absurdo que un hombre semejante tuviera miedo a la muerte?

-Sí, por Zeus -dijo Simmias-, un gran absurdo.

-¿Y no te parece que es indicio suficiente de que un hombre no era amante de la sabiduría, sino del cuerpo, el verle irritarse cuando está a punto de morir? Y probablemente ese mismo hombre resulte también amante del dinero, o de honores, o una de estas dos cosas, o las dos a la vez.

-Efectivamente -respondió--, ocurre tal y como dices.

-¿Acaso no es, Simmias -prosiguió- lo que se llama valentía lo que más conviene a los que son así?

-Sin duda alguna -dijo.

¿Y no es la moderación, incluso eso que el vulgo llama moderación, es decir, el no dejarse excitar por los deseos, sino mostrarse indiferente y mesurado ante ellos, lo que conviene a aquellos únicamente que, descuidándose en extremo del cuerpo, viven entregados a la filosofía?
-Necesariamente -respondió.

-En efecto -siguió Sócrates-, pues si quieres considerar la valentía y la moderación de los demás, te parecerá que es extraña.

-¿En qué sentido, Sócrates?

-¿No sabes -prosiguió- que todos los demás consideran la muerte como uno de los grandes males?

-Lo sé, y muy bien -dijo.

-¿Y cuando afrontan la muerte los que entre ellos son valientes no la afrontan por miedo a mayores males?

-Así es.

-Luego el tener miedo y el temor es lo que hace valientes a todos, salvo a los filósofos; y eso que es ilógico que se sea valiente por temor y cobardía.

-Completamente.

-¿Y qué hemos de decir de los que entre ellos son moderados? ¿No les ocurre lo mismo? ¿No es por una cierta intemperancia por lo que son moderados? Aunque digamos que es imposible, sin embargo, lo que les ocurre con respecto a esa necia moderación es algo semejante al caso anterior. Temen verse privados de los placeres que ansían, y se abstienen de unos vencidos por otros. Y pese a que llaman intemperancia al dejarse dominar por los placeres, les sucede, no obstante, que dominan unos, mas por estar dominados por otros. Y esto equivale a lo que se decia hace un momento, que en cierto modo se moderan por causa de una cierta intemperancia.

-Así parece.

-Y.tal vez, oh bienaventurado Simmias, no sea el recto cambio con respecto a la virtud, el trocar placeres por placeres, penas por penas y temor por temor, es decir, cosas mayores por cosas menores, como si se tratara de monedas. En cambio, tal vez sea la única moneda buena, por la cual debe cambiarse todo eso, la sabiduría. Por ella y con ella quizá se compre y se venda de verdad todo, la valentía, la moderación, la justicia y, en una palabra, la verdadera virtud; con la sabiduría tan sólo, se añadan o no los placeres y los temores y todas las demás cosas de ese tipo. Pero si se cambian entre sí, separadas de la sabiduria, es muy probable que una virtud semejante sea una mera apariencia, una virtud en realidad propia de esclavos y que no tiene nada de sano ni de verdadero. Por el contrario, la verdadera realidad tal vez sea una purificación de todas las cosas de este tipo, y asimismo la moderación, la justicia, la valentía y la misma sabiduría, un medio de purificación. Igualmente es muy posible que quienes no instituyeron los misterios no hayan sido hombres mediocres, y que, al contrario, hayan estado en lo cierto al decir desde antiguo, de un modo enigmático, que quien llega profano y sin iniciar al Hades yacerá en el fango, mientras que el que allí llega purificado e iniciado habitará con los dioses. Pues son, al decir de los que presiden las iniciaciones, muchos los portatirsos, pero pocos los bacantes. Y éstos, en mi opinión, no son otros que los que se han dedicado a la filosofía en el recto sentido de la palabra. Por llegar yo tambien a ser uno de ellos no omití en lo posible cuanto estuvo de mi parte, a lo largo de mi vida, sino que me afané de todo corazón. Y si mi afán fue el que la cosa merecía y he tenido éxito, al llegar allí, sabré, si Dios quiere, la exacta verdad, dentro de un rato, según creo. Tal es, oh Simmias y Cebes -dijo-, la defensa que yo hago para demostrar que es natural que no me duela ni me irrite el abandonaros a vosotros ni a mis amos de aquí, puesto que pienso que he de encontrarme allí, no menos que aquí, con buenos amos y compañeros. [Pero éste es un punto que produce sus dudas en el vulgo]. Asi que, si en mi defensa os resulta a vosotros más convincente que a los jueces de Atenas, me doy por satisfecho.

Al acabar de decir esto Sócrates, Cebes, tomando la palabra, dijo:

-Oh Sócrates, todo lo demás me parece que está bien dicho, pero lo relativo al alma produce en los hombres grandes dudas por el recelo que tienen de que, una vez que se separe del cuerpo, ya no exista en ninguna parte, sino que se destruya y perezca en el mismo día en que el hombre muera, y que tan pronto como se separe del cuerpo y de él salga, disipándose como un soplo o como el humo se marche en un vuelo y ya no exista en ninguna parte. Pues, si verdaderamente estuviera en alguna parte ella sola, concentrada en sí misma y liberada de esos males que hace un momento expusiste, habría una grande y hermosa esperanza, oh Sócrates, de que es verdad lo que tú dices. Pero tal vez requiera una justificación y una demostración no pequeña eso de que existe el alma cuando el hombre ha muerto, y tiene capacidad de obrar y entendimiento.

-Verdad es lo que dices -replicó Sócrates-.

-Pero, ¿qué debemos hacer? ¿quieres que charlemos sobre si es verosímil que asi sea, o no?
-Yo, por mi parte -repuso Cebes-, escucharia con gusto qué opinión tienes sobre ello.

Continúa...