El FeDÓn...

miércoles, 2 de febrero de 2011

 


SEXTA PARTE
Pruebas basadas en críticas a Simil lira (Simmias) y Simil tejedor (Cebes)
Fedón [84c-107a]
-¿Qué? ¿Acaso os parece que lo dicho no ha quedado completo? Pues muchos puntos quedan aún que pueden dar pie a sospechas y reparos, si es que verdaderamente se ha de hacer una exposición, satisfactoria Si es otra cosa lo que consideráis, estoy hablando en vano; mas si es sobre algo de lo expuesto donde radica vuestra duda, no vaciléis, tomad vosotros la palabra y exponed la cuestión según os parezca que seria mejor dicha, tomándome a mí, a vuestra vez, como interlocutor, si creéis que con mi ayuda vais a tener más oportunidades de encontrar una solución.

Simmias, entonces, le respondió:

-Pues bien, Sócrates, te diré la verdad. Desde hace un rato estamos uno y otro en duda, y nos empujamos y nos animamos mutuamente a preguntarte, porque, si bien estamos deseosos de oirte, no nos atrevemos a importunarte, por temor a que nuestras preguntas te desagraden, dada la presente desdicha.

Al oirle, Sócrates sonrió levemente y respondió:

-¡Ay, Simmias! Difícilmente, no cabe duda, podré persuadir a los demás de que no tengo por desdicha la presente situación, cuando ni siquiera a vosotros os puedo persuadir de ello, y teméis que me encuentre ahora de peor humor que en el resto de mi vida. Es más; al parecer, en lo que respecta a dotes adivinatorias, soy, en vuestra opinión, inferior a los cisnes, que, una vez que danse cuenta de que tienen que morir, aun cuando antes también cantaban, cantan entonces más que nunca y del modo más bello, llenos de alegría porque van a reunirse con el dios del que son siervos. Mas los hombres, por su propio miedo a la muerte, calumnian incluso a los cisnes y dicen que,lamentando su muerte, entonan, movidos de dolor un canto de despedida, sin tener en cuenta que no hay ningún ave que cante cuando tiene hambre, frío o padece algún otro sufrimiento, ni el propio ruiseñor, ni la golondrina, ni la abubilla, que, según dicen, cantan deplorando su pena. Pero, a mi modo de ver, ni estas aves ni tampoco los cisnes cantan por dolor, sino que, según creo, como son de Apolo, son adivinos, y por prever los bienes del Hades cantan y se regocijan aquel día, como nunca lo hicieran hasta entonces. Y en lo que a mí respecta, me considero compañero de esclavitud de los cisnes y consagrado al mismo dios, y en no peores condiciones que ellos en lo tocante a la facultad de adivinar que otorga mi señor, ni tampoco en mayor acatimiento que ellos por abandonar la vida. Por esta razón, pues, debéis hablar y preguntarme lo que queráis, mientras lo permitan los Once de Atenas.

-Dices bien -repuso Simmias-. Así que te voy a decir mi duda, y éste, a su vez, te dirá en qué no admite lo expuesto. A mí me parece, oh Sócrates, sobre las cuestiones de esta índole tal vez lo mismo que a ti, que un conocimiento exacto de ellas es imposible o sumamente dificil de adquirir en esta vida, pero que el no examinar por todos los medios posibles lo que se dice sobre ellas, o el desistir de hacerlo, antes de haberse cansado de considerarlas bajo todos los puntos de vista, es propio de hombre muy cobarde. Porque lo que se debe conseguir con respecto a dichas cuestiones es una de estas cosas: aprender o descubrir por uno mismo qué es lo que hay de ellas, o bien, si esto es imposible, tomar al menos la tradicón humana mejor y más difícil de rebatir y, embarcándose en ella, como en una balsa, arriesgarse a realizar la travesía de la vida, si es que no se puede hacer con mayor seguridad y menos peligro en navío más firme, como, por ejemplo, una revelación de la divinidad. Así, pues, yo, por mi parte, no tendré vergüenza de preguntarte, ya que tú nos invitas a ello, nì me echaré en cara después que ahora no te dije mi opinión. Porque a mí, oh Sócrates, tras haber considerado conmigo mismo y con éste lo expuesto, no me parece que haya quedado suficientemente demostrado.

-Tal vez, amigo dijo Sócrates-, lo que te parece sea verdad. Ea, pues, di en qué te parece que hay deficiencia.

-En esto, creo yo -repuso Simmias-: en el hecho de que sobre la armonía, la lira y las cuerdas se podría emplear el mismo argumento, a saber, que la armonía es algo indivisible, incorpóreo, completamente bello y divino que hay en la lira afinada, pero que la lira en sí y las cuerdas son cuerpos, cosas materiales, compuestas, terrestres y emparentadas con lo mortal.

Así, pues, supongamos que, una vez que se rompe o se corta la lira y se arrancan sus cuerdas, alguien sostiene, empleando el mismo argumento que tú, que es necesario que exista todavía aquella armonía y que no se haya perdido. Porque sería de todo punto imposible que dijera que si bien la lira existe todavia, aun cuando hayan sido arrancadas sus cuerdas, y siguen también existiendo éstas que son mortales, en tanto que la armonía, en cambio, que tiene la misma naturaleza que lo divino e inmortal, y con ello está emparentada, perece antes que lo mortal. Antes bien, lo que aquél diría es que es necesario que la armonia exista aún en alguna parte, y que las maderas y cuerdas se pudren antes de que a aquélla le ocurra nada. Pues bien, Sócrates, creo que tú también has pensado que es precisamente así, sobre poco más o menos, como nosotros creemos que es el alma, es decir, que estando nuestro cuerpo, valga la palabra, tensado y sostenido por lo caliente y lo frío, lo seco y lo húmedo y algunos opuestos similares, nuestra alma es la mezcla y la armonía de éstos, una vez que se han mezclado bien y proporcionalmente entre sí. Así, pues, si resulta que el alma es una especie de armonía, está claro que, cuando nuestro cuerpo se relaja o se tensa en exceso por las enfermedades o demás males, se presenta al punto la necesidad de que el alma, a pesar de ser sumamente divina, se destruya como las demás armonías existentes en los sonidos y en las obras artísticas todas, en tanto que los restos de cada cuerpo perduran mucho tiempo, hasta que se les quema o se pudren. Mira, por consiguiente, qué vamos a responder a este argumento, en el caso de que alguien pretenda que el alma, por ser la mezcla de los elementos del cuerpo, es la primera que perece en lo que llamamos muerte.

Mirándole entonces Sócrates fijamente, como acostumbraba las más de las veces, le dijo sonriendo:

-Justo es, ciertamente, lo que dice Simmias. Así, pues, si alguno de vosotros se encuentra en mayor abundancia de recursos que yo, ¿por qué no le ha contestado ya? Pues no parece hombre que acometa a la ligera el argumento. No obstante, me parece que, antes de dar una respuesta, es preciso oír a Cebes qué es lo que a su vez censura al argumento, a fin de que, con tiempo por medio, deliberemos qué es lo que vamos a responder. Después, tras de haberles escuchado les daremos la razón, en el caso de que nos parezca que van acordes, y, si no, es el momento ya de defender el argumento. Ea, pues, Cebes -le animó-, di qué fue lo que a ti te perturbaba.

-Ahora lo diré -dijo Cebes-. Para mí es evidente que el razonamiento se encuentra aún en el mismo punto, y que es susceptible de la misma censura que le hacíamos anteriormente. El que nuestra alma existía, antes incluso de venir a parar a esta forma, es algo que no me vuelve atrás en afirmar que ha quedado demostrado de un modo que me place sumamente, y, si no es molesto el decirlo, convincente por completo. Pero el que, una vez muertos nosotros, sigue existiendo en alguna parte, ya no me lo parece así. Mas tampoco concedo a la objeción de Simmias que el alma es algo menos consistente y menos duradero que el cuerpo: en todos estos puntos me parece que el alma es muy superior al cuerpo. Entonces, ¿por qué -me diría el razonamiento- persistes en tus dudas, ya que ves que, muerto el hombre, lo que es más débil continúa existiendo? ¿No crees que es necesario que lo más duradero siga mientras tanto conservándose? Atiende ahora a esto, a ver si es razonable lo que digo, pues, al parecer, también yo, como Simmias, necesito un símil. En efecto, a mi me parece que la anterior afirmación se hace de un modo parecido a como pudiera hacer alguien, a propósito de un viejo tejedor que ha muerto, la de que el individuo en cuestión no ha perecido, sino que conserva la existencia en alguna parte; presentara como prueba el hecho de que el manto que le cubría y que él mismo tejió se conserva y no ha perecido; preguntara, si alguno no le creía: "¿Cuál de estas dos cosas es más duradera, el género humano o el de los mantos que usa y lleva el hombre? y, al respondérsele que es mucho más duradero el género de los hombres, se figurara que había quedado demostrado que, con mucha mayor razón, el hombre conserva la existencia, puesto que lo menos duradero no ha perecido. Pero esto, oh Simmias, creo que no es así. Examina también tú lo que digo. Todo el mundo reconocería que dice una necedad el que tal cosa sostiene. En efecto, el tejedor de nuestro ejemplo, que ha gastado y ha tejido muchos mantos semejantes,perece después de aquéllos, que son muchos, pero antes del último, y no por esto hay mayor razón para pensar que el hombre es inferior y más débil que un manto. Esta misma comparación, a mi entender, podría admitirla el alma con relación al cuerpo, y para mí seria evidente que se diría lo adecuado, si tal cosa se dijera de ambos: que el alma es más duradera y el cuerpo más débil y menos duradero. Pero asimismo habria de afirmarse que, si bien cada una de las almas desgasta muchos cuerpos, especialmente cuando la vida dura muchos años -pues si el cuerpo fluye y se pierde, mientras el hombre está aún con vida, el alma, en cambio, constantemente vuelve a tejer lo deteriorado - no obstante, es necesario que, cuando el alma perezca se encuentre en posesión de su postrer tejido, y sea éste el único a quien precéda aquélla en su ruina. Y, aniquilada el alma, entonces mostrará ya el cuerpo su natural debilidad y, pudriéndose, desaparecerá pronto. De manera que aún no está justificado el confiar, por prestar fe a este argumento, en que, una vez que muramos, sigue existiendo nuestra alma en alguna parte. Pues, aunque se concediera a quien lo emplea más aún de lo que tú dices, otorgándole no sólo el que nuestras almas existían antes incluso de que nosotros naciéramos, sino tambien el que nada impide que que, una vez que hayamos muerto, las almas de algunos continúen existiendo en ese momento y más adelante, dando lugar a futuros nacimientos y nuevas muertes, pues es por naturaleza el alma algo tan consistente que puede resistir muchos nacimientos; ni aún haciéndole esta concesión, se le podria conceder que al alma no sufre en los múltiples nacimientos, y que, por último, no queda totalmente aniquilida en una cualquiera de esas muertes. Més esa muerte y esa separación del cuerpo que trae al alma la destrucción, habría que a que afirmar que nadie la conoce, pues es imposible para cualquiera de nosotros el darse cuenta de ello. Y si esto es así, nadie tiene derecho a mostrarse confiado ante la muerte sin que su confianza sea una insensatez, a no ser que pueda demostrar que el alma es algo completamente inmortal e indestructible. Pero si no puede, es necesario que el que está a punto de morir tema siempre respecto de su alma que, en el momento de su separación con el cuerpo, quede completamente destruida.

Después de oirles hablar, todos quedamos a disgusto,según nos confesamos más tarde mutuamente, porque parecía que, tras haber quedado nosotros sumamente convencidos por el razonamiento anterior, nos habían de nuevo puesto en confusión e infundido desconfianza, no sólo frente a los razonamientos hasta entonces dichos, sino también frente a los que iban a pronunciarse después, unida al recelo de que no fuéramos jueces de ninguna valia, o que la cuestión en sí se prestara a dudas.

EQUECRÁTES.-¡Por los dioses!, oh Fedón, que os disculpo. Pues tambiéa a mí al escucharte ahora se me ocurre decirme a mi mismo: ¿A qué argumento entonces daremos crédito? ¡Tan convincente que era el razonamiento que hizo Sócrates, y ahora se ha hundido en la incertidumbre! Pues me subyuga de manera extraordinaria, ahora y siempre, ese decir que nuestra alma es una especie de armonía y, al ser mencionado, me hizo recordar, por decirlo así, que éste habia sido también mi parecer. Y de nuevo, como al principio, estoy sumamente necesitado de cualquier otro argumento que me convenza de que el alma del que fallece no fallece junto con él. Así pues, dime, ¡por Zeus!, ¿cómo abordó Sócrates el razonamiento? Mostróse tambien él, como dices que estabaís vosotros, disgustado por algo, o acudió, por el contrario, con calma en ayuda de su argumento? ¿Fue eficaz la ayuda que le prestó o insuficiente? Explícanoslo todo en la forma más detallada que puedas.

FEDÓN.-En verdad, oh Equécrates, que, pese a haber admirado a Sócrates muchas veces, nunca le admiré más que en aquella ocasión que estuve a su lado. El que supiera encontrar una respuesta tal vez no tiene nada de extraño. Pero lo que más me maravilló de él fue, ante todo, con cuánto placer, benevolencia y deferencia acogió la argumentación de los jóvenes, luego, con cuánta penetración percibió el efecto que había producido en nosotros la argumentación de aquéllos. Y, por último, cuán bien supo curarnos. Estábamos en fuga y derrotados, por decirlo así, y él nos llamó de nuevo al combate, impulsándonos a seguirle y a considerar con él el razonamiento.

EQUÉCRATES.-¿Cómo?

FEDÓN.-Yo te lo diré. Me encontraba por casualidad a su derecha, sentado en un banquillo junto a la cama, y él estaba en un asiento mucho más elevado que yo. Acaricióme la cabeza y estrujándome los cabellos que me caían sobre el cuello - pues tenía la costumbre de jugar con mi melena, cuando la ocasión se presentaba - me dijo:

-Mañana tal vez, oh Fedón, te cortarás esta hermosa cabellera.

-Es natural, Sócrates -le respondí.

-No, si me haces caso.

-¿Qué quieres decir? -repuse.

-Que es hoy -replicó- cuando debemos cortarnos, tú esos cabellos y yo los míos, si el razonamiento se nos muere y no podemos hacerle revivir.Al menos yo, si fuera tal, y se me escapara el argumento, me obligaría por juramento, como los argivos, a no llevar el pelo largo, antes de vencer, volviendo a la carga, la argumentación de Simmias y de Cebes.

-Pero - le objeté yo - contra dos, se dice, ni siquiera Heracles puede.

-Pues llámame a mí en ayuda, a tu Yolao, mientras haya todavía luz.

-Esta bien. Te llamo en ayuda, pero no como Heracles, sino como Yolao a Heracles.

-Lo mismo dará -replicó-. Pero cuidemos primero de que no nos ocurra un percance.

-¿Cuál? -le pregunté.

-El de convertirnos - dijo - en misólogos, de la misma manera que los que se hacen misántropos; porque no hay peor percance que le pueda a uno suceder que el de tomar odio a los razonamientos. Y la misología se produce de la misma manera que la misantropía. En efecto, la misantropía se insinúa en nosotros como consecuencia de tener sin conocimiento excesiva confianza en alguien, y considerar a dicho individuo completamente franco, sano y digno de fe, descubriendo poco después que era malvado, desleal y, en una palabra, otro. Y cuando esto le ocurre a uno muchas veces, y especialmente ante los que se habia podido considerar como los más intimos y más amigos, por tropezarse con frecuencia, termina uno por odiar a todos y considerar que en nadie hay nada sano en absoluto. ¿No te has percatado de que esto se produce más o menos así?

-Por completo -le respondí.

-¿Y no es cierto -prosiguió- que esto está mal, y manifiesto que el que así obra intenta, sin tener conocimiento de las cosas humanas, tratar a los hombres? Pues si los hubiera tratado con conocimiento, hubiera considerado las cosas tal como son, que los buenos en exceso, o malos redomados son unos y otros escasos, mientras que los intermedios son muchísimos.

-¿Qué quieres decir? -le pregunté.

-El caso, por ejemplo - respondió - de las cosas sumamente pequeñas y grandes. ¿Crees que hay algo más raro de encontrar que un hombre, un perro, o cualquier otra cosa sumamente grande o pequeña? ¿Y no ocurre otro tanto con las rápidas o lentas, bellas y feas, negras o blancas? ¿No te has percatado de que entre todas las cosas de esta indole las que son los extremos de los opuestos son escasas y pocas, en tanto que las que están en un término medio son abundantes y muchas?

-Por completo -le respondí.

-¿No crees, entonces -prosiguió-, que si se propusiera un certamen de maldad, serían también muy pocos los que en él se revelaran los primeros?

-Al menos, es probable -respondí yo.

-Es probable, en efecto - dijo -. Mas no es en este punto donde radica la semejanza de los razonamientos con los hombres -pero como eras tú ahora quien iba delante, yo te segui-, sino más bien en este otro; cuando sin el concurso del arte de los razonamientos se tiene fe en que un razonamiento es verdadero, y luego, acto seguido, se opina que es falso, siéndolo efectivamente algunas veces, pero otras no, y se sigue de nuevo opinando que es de una manera o de otra. Y son precisamente los que se dedican a razonar el pro y el contra de las cosas los que, según me consta, terminan por creer que han adquirido la suprema sabiduría y que son los únicos que han comprendido que, ni en las cosas hay nada de ellas que sea sano ni cierto, ni tampoco en los razonamientos, sino que la realidad en su totalidad va y viene de arriba para abajo, ni más ni menos que si estuviera en el Euripo, y no permanece quieta ni un momento en ningún punto.

-Gran verdad es --dije yo- lo que dices.

-Así pues, oh Fedón - prosiguió -, sería un percance lamentable el que, siendo un razonamiento verdadero, cierto y posible de entender, por el hecho de tropezarse con otros que son así, pero que a las mismas personas unas veces les parecen verdaderos y otras no, no se atribuyera uno a sí mismo la culpa o a su propia incompetencia, y por despecho terminara por desprenderse alegremente la culpa de sí mismo y colgársela a los razonamientos, pasando desde entonces el resto de la vida odiándolos y vituperándoles, y quedando así privado del verdadero conocimiento de las realidades.

-Sí, por Zeus -le dije-, sería un percance lamentable, sin duda.

-Por consiguiente -continuó-, ante todo precavámonos de él, y no dejemos entrar en nuestra alma la idea de que hay peligro de que no haya nada sano en los razonamientos, sino que, muy al contrario, debemos inculcarle la de que somos nosotros los que aún no estamos en estado sano, y que debemos virilmente aspirar a estarlo: tú y los demás, en razón de toda la vida que os queda, y yo en razón de la muerte misma, pues tal vez esté en un tris en el momento presente de no encontrarme en el estado de un verdadero amante de la sabiduría sino en el de un amante del triunfo, como los que carecen totalmente de instrucción. Pues a tales hombres, cuando discuten de algo, no les interesa cómo es en realidad aquello de lo que tratan; en cambio en conseguir que los presentes aprueben las tesis que sostienen, en eso sí que ponen su mayor celo. En cuanto a mí, estimo que en el momento presente me voy a diferenciar de ellos tan sólo en esto: no es en conseguir que los presentes opinen que es verdad lo que yo digo, a no ser como un efecto accesorio, en lo que pondré mi empeño, sino en que me parezca a mí mismo lo más posible que asi es en realidad. Pues calculo, oh querido amigo - y mira cuán interesadamente -, que si resulta verdad lo que digo está bien el dejarse convencer, y, si después de la muerte no hay nada, al menos el momento justo de antes de morir molestaré menos con mis lamentos a los que me rodean, y esta insensatez mía no perdurará tampoco - lo que sería una desgracia - sino que perecerá poco despues. Ahora, oh Simmias y Cebes, una vez preparado de esta manera, abordo el asunto. Vosotros, por vuestra parte, si me hacéis caso, habéis de preocuparos de Sócrates poco, de la verdad mucho más; si os parece que digo la verdad, reconocedlo; si no, oponeos con toda clase de argumentos, procurando que mi celo no nos engañe ni a mí ni a vosotros, y me marche como una abeja habiéndoos dejado el aguijón metido dentro.

-Ea, pues, en marcha -prosiguió-. Pero, ante todo, recordádme lo que decíais, si veis que no me acuerdo. Simmias, por un lado, según creo, tiene sus dudas y el temor de que el alma, a pesar de ser algo más divino y más bello que el cuerpo, perezca antes que éste, por ser una especie de armonía. Por otra parte, Cebes pareció que me hacía esta concesión, a saber: que el alma es algo más duradero que el cuerpo, pero que hay algo que es incierto para todo el mundo. Helo aquí: tal vez el alma, tras haber desgastado muchos cuerpos y muchas veces, al abandonar el último cuerpo, quede entonces destruida, y precisamente en esto estribe la muerte, en la destrucción del alma, ya que el cuerpo, está pereciendo incesantemente. ¿Es esto, oh Simmias y Cebes, u otra cueslión lo que tenemos que considerar?

Ambos reconocieron que era lo dicho.

-En ese caso, admitís en su totalidad los argumentos anteriores, o unos sí y otros no?

-Unos sí, pero otros no -dijeron.

-¿Qué decís,entonces,de aquel razonamiento en el que afirmábamos que el aprender era un recuerdo, y que, al ser eso así, era necesario que nuestra alma existiera en otro lugar antes de ser encadenada al cuerpo?

-Yo, por mi parte -respondió Cebes-, si entonces me dejó convencido de una forma maravillosa, ahora también sigo aferrado a él como a ningún otro argumento.

-Y, por cierto - dijo Cebes -, también yo me encuentro en ese caso, y mucho me asombraria que cambiara alguna vez de opinión sobre ese asunto.

-Pues por necesidad, oh huésped tebano - repuso entonces Sócrates - tienes que cambiar de opinion, si es que persiste la creencia de que la armonía es algo compuesto, y el alma una armonía constituida por los elementos que hay en tensión en el cuerpo. Pues, sin duda, no te consentirás a ti mismo decir que la armonia estaba constituida antes de que existieran los elementos con los que tenía que componerse. ¿Lo consentirás acaso?

-De ningún modo, Sócrates -respondió.

-¿Te das cuenta, entonces - continuó Sócrates -, de que es el sostener esto la consecuencia a que llegas, cuando afirmas, por una parte, que el alma existía, antes incluso de venir a parar a la figura y cuerpo del hombre, y, por otra, que estaba constituida de elementos aún no existentes? Pues efectivamente, la armonía no es cosa de la misma indole que aquello con lo que la comparas, sino que lo que primero nace es la lira, las cuerdas y los sonidos, sin estar aún armonizados, y lo que se constituye en último término y primero perece es la armonía. Así que ¿cómo va a estar acorde este tu aserto con aquél otro?

-No podrá estarlo en modo alguno - respondió Simmias -.

-Y eso que -dijo Sócrates-, si a algún aserto le conviene estar acorde, es precisamente al que trata de la armonia.

-En efecto, le conviene -dijo Simmias.

-Pero este tuyo no lo está. Ea, pues, mira cuál de estos dos asertos escoges, que el aprender es un recuerdo o que el alma es una armonía.

-Con mucho, el primero, Sócrates. Pues el último se me ha ocurrido sin demostración, con la ayuda de cierta verosimilitud especiosa, que es también la que suscita esta opinión en la mayoría de los hombres. Pero yo estoy consciente de que los argumentos que realizan las demostraciónes, valiéndose de verosimilitudes, son impostores, y, si no se mantiene uno en guardia ante ellos, engañan con suma facilidad, no sólo en geometria, sino también en todo lo demás. En cambio, el argumento referente al recuerdo y al aprender se ha desarrollado sobre un principio digno de aceptarse. Pues lo que se vino a decir fue que nuestra alma existía antes incluso de venir a parar al cuerpo, de la misma manera que existe su realidad que tiene por nombre el de lo que es. Este es el principio que yo, estoy convencido, he aceptado plenamente y con razón. Necesariamente, pues, como es natural, por esta causa no debo admitir, ni a mí ni a nadie, el decir que el alma es una armonía.

-¿Y qué opinas, Simmias, de esta otra cuestión? -dijo Sócrates-. ¿Te parece que a la armonía o a cualquier otra composición le corresponde tener otra modalidad de ser que aquella que tengan los componentes con los que se constituye?

-En absoluto.

-¿Ni tampoco, a lo que se me alcanza, el hacer o padecer algo que no se ajuste a lo que aquéllos hagan o padezcan?

-Simmias le dio su asentimiento.

-Luego a la armonía no le corresponde el guiar a los elementos con los que haya sido compuesta, sino el seguirlos.

-Simmias compartió esta opinión.

-Luego muy lejos está la armonía de moverse o de sonar en sentido contrario a sus propias partes, o de oponerse a ellas en cualquier otra cosa.

-Muy lejos, en efecto -respondió.

-¿Y qué? ¿No es por naturaleza la armonía de tal suerte que cada armonía es tal y como es armonizada?

-No comprendo -dijo Simmias.

-¿Es que -continuó Sócrates en el caso de que sea armonizada más y en mayor extensión - en el supuesto de que esto sea posible - no habría armonía en mayor intensidad y extensión, y si lo fuera menos y en menor extensión no sería ya armonía menor en intensidad y extensión?

-Exacto.

-¿Ocurre, acaso, eso con respecto al alma, de tal manera que un alma sea más que otra, aun en la más mínima proporción, bien en extensión e intensidad, o en pequeñez e inferioridad, eso mismo: alma?

-En modo alguno -respondió.

-Adelante, pues, ¡por Zeus! --siguió Sócrates--.¿Se dice de unas almas que tienen sensatez y virtud y que son buenas, y de otras, en cambio, que son insensatas y malvadas? ¿Se dice también esto de acuerdo con la verdad?

-De acuerdo con la verdad, sin duda.

-En tal caso, ¿qué diria que son esas cosas que hay en las almas,la virtud,la maldad, uno cualquiera de los que opinan que el alma es una armonía? Acaso que son a su vez otra especie de armonia e inarmonía? ¿Que una de ellas, la buena, está armonizada y tiene en sí, siendo armonía, otra armonia, y que la otra no está de por sí armonizada y no tiene en sí misma otra armonía?

-Yo, por mi parte -respondió Simmias-, no sé responder. Pero está claro que sería algo por el estilo lo que diría quien sustentara la anterior opinión.

-Sin embargo, -repuso Sócrates-, se ha convenido anteriormente que un alma no es ni más ni menos alma que otra. Y el contenido de este asentimiento es que tampoco una armonía es ni mayor, ni inferior, ni menor que otra. ¿No es verdad?

-Enteramente.

-¿Y que la armonía, que no es ni mayor ni menor, tampoco está más o menos armonizada? ¿Es así?

-Por completo.

-¿Y es posible que la armonía que no está armonizada ni más ni menos participe en mayor o menor grado de la armonía, o tiene que participar en igual medida?

-En igual medida.

-Luego un alma, puesto que no es en mayor ni en rnenor grado que otra eso mismo, alma, ¿tampoco está más o menos armonizada?

-Asi es.

-Y al ocurrirle esto, ¿tampoco participará más de inarmonía ni de armonia?

-No, sin duda alguna.

-Y al ocurrirle a su vez esto, ¿acaso podría tener un alma mayor participación que otra en maldad o en virtud, una vez admitido que la maldad es inarmonía y la virtud armonía?

-No podrá tenerla mayor.

-O, mejor dicho aún, según el razonamiento correcto: ningún alma participará en la maldad, puesto que es armonía. Pues, sin duda alguna, la armonía, al ser completamente eso mismo, armonía, nunca tendrá participación en la inarmonía.

-Nunca, es cierto.

-Y tampoco, es evidente, la tendrá el alma en la maldad, puesto que es completamente alma.

-En efecto, ¿cómo podría tenerla, al menos según lo dicho anteriormente?

-Luego, de acuerdo con este razonamiento, todas las almas de todos los seres vivos serán buenas por igual, ya que por naturaleza las almas son por igual eso mismo, almas.

-Al menos, a mí me lo parece, Sócrates -dijo Simmias.

-¿Y te parece también -replico- que está bien dicho en esa forma nuestro argumento? ¿No te parece que le ocurriria esto, si fuera exacta la hipótesis de que el alma es una armonía?

-De ningún modo está bien dicho -respondió.

-¿Y qué? -prosiguió Sócrates-. Entre todas las cosas que hay en el hombre, ¿es posible que digas que sea otra que el alma la que mande, sobre todo si es sensata?

-Yo, al menos, no lo digo.

-¿Cede, acaso, a las afecciones del cuerpo, o se opone a ellas? Y quiero decir lo siguiente: por ejemplo, el que cuando se tiene calor y sed nos arrastre hacia lo contrario, a no beber, y cuando se tiene hambre a no comer, y otros mil casos similares, en los que vemos al alma oponerse a los apetitos del cuerpo ¿No es verdad?

-Completamente.

-Pero, ¿no hemos convenido, por el contrario, en nuestros argumentos anteriores, que nunca, al menos en el caso de que sea armonía, cantaría en sentido contrario a las tensiones, relajamientos, vibraciones, y cualquier otra afección que experimentaran los elementos con los que estaba constituida, sino que los seguía y nunca podía guiarlos?

-Lo convenimos -respondió, ¡Cómo no!

-¿Entonces, qué? ¿No se nos muestra ahora realizando todo lo contrario? Guía a todos esos elementos con los que se dice que está compuesta; poco le falta para oponerse a todos durante toda la vida; es dueña y señora en todos sus modales: reprime unas cosas, las que entran en el campo de la gimnástica y de la medicina, con excesivo rigor y por medio de sufrimientos; otras, en cambio, con más blandura, en parte con amenazas, en parte con consejos; en fin, conversa con los deseos, las cóleras y los temores, como si ella fuera diferente y se tratara de otros seres. Más o menos tal y como lo describe Homero en la Odisea, donde dice de Ulises:

Y golpeándose el pecho reprendió a su corazón con [estas palabras:
Aguanta, corazón, que cosa aún más perra antaño soportaste]


¿Crees, acaso, que el poeta compuso estos versos con la idea de que el alma es armonía y susceptible de ser conducida por las afecciones del cuerpo, y no en la de que es capaz de guiarlas y domeñarlas como cosa que es excesivamente divina para ser comparada con una simple armonía?

-¡Por Zeus!, Sócrates, asi me parece.

-Luego, entonces, oh excelente amigo, en modo alguno nos está bien decir que el alma es una especie de armonía. Pues, en tal caso, al parecer, no estaríamos de acuerdo ni con Homero, ese poeta divino, ni con nosotros mismos.

-Asi es -respondió.

-¡Sea pues! -dijo Sócrates-. Lo que respecta a Armonía la Tebana, según parece, nos ha salido propicio de un modo adecuado. Pero ahora -agregó- ¿qué vamos a hacer, Cebes, con Cadmo? ¿Cómo nos le haremos propicio, y con qué razonamiento?

-Tú me parece que lo encontrarás -respondió Cebes-. Al menos, este razonamiento que has hecho contra la armonía me resultó extraordinariamente imprevisto. En efecto, al exponer Simmias su dificultad, chocábame en extremo que alguien pudiera manejarse con su argumento. Así, pues, me pareció sumamente extraño que no pudiera aguantar, acto seguido, el primer ataque del tuyo. Por ello no me sorprendería que le ocurriera lo mismo al razonamiento de Cadmo.

-Oh buen hombre -repuso Sócrates-. No hagas excesivas presunciones, no sea que algún mal de ojo nos ponga en fuga al razonamiento que está a punto de aparecer. Pero de esto se cuidará la divinidad. Nosotros, por nuestra parte, llegando al cuerpo a cuerpo como los héroes de Homero, probemos si dices algo de peso. Lo que buscas es, en resumen, lo siguiente: pretendes que se demuestre que nuestra alma es indestructible e inmortal, sin lo cual, el filósofo que está a punto de morir, al mostrarse confiado y al creer que una vez muerto encontrará en el otro mundo una felicidad mucho mayor que si hubiera llevado hasta el fin de sus días otra vida distinta, es de temer que tenga una confianza insensata y necia. Mas el demostrar que el alma es algo consistente y divino y que existia ya, antes de que nosotros nos convirtiéramos en hombres, no impide en nada, según afirmas, que no sea inmortalidad lo que todas esas notas indican, sino el hecho de que el alma es algo muy duradero y existió anteriormente un tiempo incalculable, teniendo conocimiento y realizando un montón de diversas acciones. Pero no por ello el alma es inmortal, sino que el hecho en sí de venir a parar a un cuerpo humano supone para ella el principio de su ruina, a la manera de una enfermedad. Y de este modo vive en medio de penalidades esta vida y, cuando llega a su término, queda destruida en lo que se llama muerte. Y nada importa, dices, el que vaya una sola vez o muchas a un cuerpo, al menos en lo que respecta al temor de cada uno de nosotros; pues temer es lo que cuadra, si no se es insensato, a quien no sepa o no dar razón de que es algo inmortal. Tales son, más o menos, según creo, las razones que dices. Y adrede vuelvo sobre ellas muchas veces, para que no se nos escape nada, y para que añadas o quites lo que quieras.

-Por el momento - dijo Cebes - no necesito quitar ni añadir nada. Eso es justamente lo que digo.

Sócrates, entonces, tras de haberse callado durante un largo rato y considerar algo consigo mismo, dijo: No es cosa baladí, Cebes, lo que buscas. En efecto, es preciso tratar a fondo de una forma total la causa de la generación y de la destrucción. Con que, si quieres, te voy a contar mis propias experiencias sobre el asunto. Luego, si te parece de utilidad algo de lo que te digo, lo utilizarás para hacer convincente lo que tu dices.

-Desde luego que quiero -repuso Cebes.

-Escúchame, pues, como a quien se dispone a hacer un discurso. Yo, Cebes, cuando era joven - comenzó Sócrates -, deseé extraordinariamente ese saber que llaman investigación de la naturaleza. Parecíame espléndido, en efecto, conocer las causas de cada cosa, el porqué se produce, el porqué se destruye, y el porqué es cada cosa. Y muchas veces daba vueltas a mi cabeza considerando en primer lugar cuestiones de esta índole: ¿acaso es cuando lo caliente y lo frío alcanzan una especie de putrefacción, como afirman algunos, el momento en que se forman los seres vìvos?; o bien: ¿es la sangre aquello con que pensamos, o es el aire o el fuego? ¿O no es ninguna de estas cosas, sino el cerebro, que es quien procura las sensaciones del oído, la vista y el olfato, y de éstas se originan la memoria y la opinión, y de la memoria y la opinión, cuando alcanzan la estabilidad, nace, siguiendo este proceso, el conocimiento? Luego consideraba yo, a su vez, las destrucciones de estas cosas, los cambios del cielo y de la tierra, y acabé por juzgarme tan exento de dotes para esta investigación como más no podía darse. Y la prueba que te daré te bastará: en lo que anteriormente sabía con certeza, al menos según mi opinión y la de los demás, quedé entonces tan sumamente cegado por esa investigación, que olvidé incluso eso que antes creía saber, entre otras muchas cosas, por ejemplo, el porqué crece el hombre. Hasta entonces, efectivamente, creía que para todo el mundo estaba claro que era por el comer y el beber; pues una vez que por los alimentos se añadían carnes a las carnes y huesos a los huesos, y de esta manera y en la misma proporción se añadía a las restantes partes del cuerpo lo que le es propio a cada una, lo que tenía poco volumen adquiría después mucho, y de esta forma se hacía grande el hombre que era pequeño. Así creía yo entonces. ¿No te parece que con razón?

- A mí, sí -dijo Cebes.

-Considera esto todavía. Creía que mi opinión era acertada cuando un hombre grande, al ponerse al lado de uno pequeño, se me mostraba mayor justamente en la cabeza, y lo mismo un caballo respecto de otro caballo. Y casos aún más claros que éstos: diez me parecían más que ocho porque a éstos se añadían dos, y dos más que uno, porque sobrepasaban a éste en la mitad.

-Y ahora -preguntó Cebes- ¿qué opinas sobre ello?

-Estoy lejos de creer, ¡por Zeus! -respondió Sócrates, que conozco la causa de ninguna manera de estas cosas, pues me resisto a admitir siquiera que, cuando se agrega una unidad a una unidad, sea la unidad a la que se ha añadido la otra la que se ha convertido en dos, o que sea la unidad añadida, o bien que sean la agregada y aquélla a la que se le agregó la otra las que se conviertan en dos por la adición de la una a la otra. Porque si cuando cada una de ellas estaba separada de la otra constituía una unidad y no eran entonces dos, me extraña que, una vez que se juntan entre sí, sea precisamente la causa de que se conviertan en dos, a saber, el encuentro derivado de su mutua yuxtaposición. Y tampoco puedo convencerme de que, cuando se divide una unidad, sea, a la inversa, la división la causa de que se produzcan dos, pues ésta es contraria a la causa anterior de que se produjeran dos; porque entonces fue el hecho de juntar y de añadir lo uno a lo otro, y ahora lo es el de separar y retirar lo uno de lo otro. Y asimismo ya no puedo convencerme a mí mismo de que sé en virtud de qué se produce la unidad, ni, en una palabra, el porqué se produce, perece o es ninguna otra cosa, según este método de investigación. Pero yo me amaso, como buenamente sale, otro método diferente, pues el anterior no me agrada en absoluto.

Y una vez oí decir a alguien mientras leía de un libro, de Anaxágoras, según dijo, que es la mente lo que pone todo en orden y la causa de todas las cosas. Regocijéme con esta causa y me pareció que, en cierto modo, era una ventaja que fuera la mente la causa de todas las cosas. Pensé que, si eso era así, la mente ordenadora ordenaría y colocaría todas y cada una de las cosas allí donde mejor estuvieran. Así, pues, si alguno queria encontrar la causa de cada cosa, según la cual nace, perece o existe, debía encontrar sobre ello esto: cómo es mejor para ella ser, padecer o realizar lo que fuere. Y, según este razonamiento, resultaba que al hombre no le correspondía examinar ni sobre eso mismo, ni sobre las demás cosas nada que no fuera lo mejor y lo más conveniente, pues, a la vez, por fuerza conocería también lo peor, puesto que el conocimiento que versa sobre esos objetos es el mismo. Haciéndome, pues, con deleite estos cálculos, pensé que había encontrado en Anaxágoras a un maestro de la causa de los seres de acuerdo con mi deseo, y que primero me haría conocer si la tierra es plana o esférica, y, una vez que lo hubiera hecho, me explicaría a continuación la causa y la necesidad, diciéndome lo que era lo mejor, y también que lo mejor era que fuera de tal forma. Y si dijera que estaba en el centro, me explicaria acto seguido que lo mejor era que estuviera en el centro. Y si me demostraba esto, estaba dispuesto a no echar de menos otra especie de causa. E igualmente estaba dispuesto a informarme sobre el sol, la luna y los demás astros, a propósito de sus velocidades relativas, sus revoluciones y demás cambios, del porqué es mejor que cada uno haga y padezca lo que hace y padece. Pues no hubiera creído nunca que, diciendo que habían sido ordenados por la mente, les asignaría otra causa que el hecho de que lo mejor es que estén tal y como están. Así, pues, creía que, al atribuir la causa a cada una de esas cosas y a todas en común, explicaría también lo que es mejor para cada una de ellas y el bien común a todas. ¡Por nada del mundo hubiera vendido mis esperanzas! Antes bien, con gran diligencia cogí los libros y los leí lo más rápidamente que pude, para saber cuanto antes lo mejor y lo peor.

Mas mi maravillosa esperanza, oh compañero, la abandoné una vez que, avanzando en la lectura, vi que mi hombre no usaba para nada la mente, ni le imputaba ninguna causa en lo referente a la ordenación de las cosas, sino que las causas las asignaba al aire, al éter y a otras muchas cosas extrañas. Me pareció que le ocurría algo sumamente parecido a alguien que dijera que Sócrates todo lo que hace lo hace con la mente y, acto seguido, al intentar enumerar las causas de cada uno de los actos que realize, dijera en primer lugar que estoy aquí sentado, porque mi cuerpo se compone de huesos y tendones; que los huesos son duros y tienen articulaciones que los separan los unos de los otros, en tanto que los tendones tienen la facultad de ponerse en tensión y de relajarse, y envuelven los huesos juntamente con las carnes y la piel que los sostiene; que, en consecuencia, al balancearse los huesos en sus coyunturas, los tendones con su relajamiento y su tensión hacen que sea yo ahora capaz de doblar los miembros, y que ésa es la causa de que yo esté aquí sentado con las piernas dobladas. E igualmente, con respecto a mi conversación con vosotros, os expusiera otras causas análogas imputándolo a la voz, al aire, al oído y a otras mil cosas de esta índole, y descuidándose de decir las verdaderas causas, a saber, que puesto que a los atenienses les ha parecido lo mejor el condenarme, por esta razón a mí también me ha parecido lo mejor el estar aquí sentado, y lo más justo el someterme, quedándome aquí, a la pena que ordenen. Pues, ¡por el perro!, tiempo ha, según creo, que estos tendones y estos huesos estarían en Mégara o en Boecia, llevados por la apariencia de lo mejor, de no haber creído yo que lo más justo y lo más bello era, en vez de escapar y huir, el someterme en acatamiento a la ciudad a la pena que me impusiera. Llamar causas a cosas de aquel tipo es excesivamente extraño. Pero si alguno dijera que, sin tener tales cosas, huesos, tendones y todo lo demás que tengo, no sería capaz de llevar a la práctica mi decisión, diria la verdad. Sin embargo, el decir que por ellas hago lo que hago, y eso obrando con la mente, en vez de decir que es por la elección de lo mejor, podría ser una grande y grave ligereza de expresión. Pues, en efecto, lo es el no ser capaz de distinguir que una cosa es la causa real de algo, y otra aquello sin lo cual la causa nunca podría ser causa. Y esto, según se ve, es a lo que los más, andando a tientas como en las tinieblas, le dan el nombre de causa, empleando un término que no le corresponde. Por ello, el uno, poniendo alrededor de la tierra un torbellino, formado por el cielo, hace que así se mantenga en su lugar; el otro, como si fuera una ancha artesa, le pone como apoyo y base el aire. Pero la potencia que hace que esas cosas estén colocadas ahora en la forma mejor que pueden colocarse, a esa ni la buscan, ni creen tampoco que tenga una fuerza divina, sino que estiman que un día podrían descubrir a un Atlante más fuerte, más inmortal que el del mito y que sostenga mejor todas las cosas, sin pensar que es el bien y lo debido lo que verdaderamente ata y sostiene todas las cosas. Pues bien, por aprender cómo es tal causa, me hubiera hecho con grandísimo placer discípulo de cualquiera; pero, ya que me vi privado de ella, y no fui capaz de descubrirla por mí mismo, ni de aprenderla de otro, ¿quieres que te exponga, Cebes, la segunda navegación que en busca de la causa he realizado?

-Lo deseo extraordinariamente -respondió.

-Pues bien -dijo Sócrates-, después de esto y una vez que me había cansado de investigar las cosas, creí que debía prevenirme de que no me ocurriera lo que les pasa a los que contemplan y examinan el sol durante un eclipse. En efecto, hay algunos que pierden la vista, si no contemplan la imagen del astro en el agua o en algún otro objeto similar. Tal fue, más o menos, lo que yo pensé, y se apoderó de mí el temor de quedarme completamente ciego de alma si miraba a las cosas con los ojos y pretendía alcanzarlas con cada uno de los sentidos. Así, pues, me pareció que era menester refugiarme en los conceptos y contemplar en aquéllos la verdad de las cosas. Tal vez no se parezca esto en cierto modo a aquello con lo que lo compare, pues no admito en absoluto que el que examina las cosas en los conceptos las examine en imágenes más bien que en su realidad. Así que por aquí es por donde me he lanzado siempre, y tomando en cada ocasión como fundamento el juicio que juzgo el más sólido, lo que me parece estar en consonancia con él lo establezco como si fuera verdadero, no sólo en lo referente a la causa, sino también en lo referente a todas las demás cosas, y lo que no, como no verdadero. Pero quiero explicarte con mayor claridad lo que digo porque, según creo, ahora tú no me comprendes.

-No, ¡Por Zeus! -dijo Cebes-, no demasiado bien.

-Pues lo que quiero decir -repuso Sócrates- no es nada nuevo, sino eso que nunca he dejado de decir en ningún momento, tanto en otras ocasiones como en el razonamiento pasado. Así es que voy a intentar exponerte el tipo de causa con el que me he ocupado, y de nuevo iré a aquellas cosas que repetimos siempre, y en ellas pondré el comienzo de mi exposición, aceptando como principio que hay algo que es bello en sí y por sí, bueno, grande y que igualmente existen las demás realidades de esta índole. Si me concedes esto y reconoces que existen estas cosas, espero que a partir de ellas descubriré y te demostraré la causa de que el alma sea algo inmortal.

-Ea, pues -replicó Cebes-, hazte a la idea de que yo te lo concedo: no tienes más que acabar.

-Considera, entonces -dijo Sócrates-, si en lo que viene a continuación de esto compartes mi opinión. A mi me parece que, si existe otra cosa bella aparte de lo bello en sí, no es bella por ninguna otra causa sino por el hecho de que participa de eso que hemos dicho que es bello en sí. Y lo mismo digo de todo. ¿Estás de acuerdo con dicha causa?

-Estoy de acuerdo -respondió.

-En tal caso -continuó Sócrates-, ya no comprendo ni puedo dar crédito a las otras causas, a esas que aducen los sabios. Así, pues, si alguien me dice que una cosa cualquiera es bella, bien por su brillante color, o por su forma, o cualquier otro motivo de esta índole -mando a paseo a los demás, pues me embrollo en todos ellos-, tengo en mí mismo esta simple, sencilla y quizá ingenua convicción de que no la hace bella otra cosa que la presencia o participación de aquella belleza en sí, la tenga por donde sea y del modo que sea. Esto ya no insisto en afirmarlo; sí, en cambio, que es por la belleza por lo que todas las cosas bellas son bellas. Pues esto me parece lo más seguro para responder, tanto para mí como para cualquier otro; y pienso que ateniéndome a ello jamás habré de caer, que seguro es de responder para mí y para otro cualquiera que por la belleza las cosas bellas son bellas. ¿No te lo parece también a ti?

-Sí.

-¿Y también que por la grandeza son grandes las cosas grandes y mayores las mayores, y por la pequeñez pequeñas las pequeñas?

-Sí.

-Luego tampoco admitirías que alguien dijera que un hombre es mayor que otro por la cabeza, y que el más pequeño es más pequeño por eso mismo, sino que jurarias que lo que tú dices no es otra cosa que todo lo que es mayor que otra cosa no lo es por otro motivo que el tamaño, y que por eso es mayor, por el tamaño, en tanto que lo que es más pequeño no es más pequeño por otra razón que no sea la pequeñez. Pues, si no me engaño, tendrías miedo de que te saliera al paso una objeción, si sostienes que alguien es mayor y menor por la cabeza, en primer lugar, la de que por el mismo motivo lo mayor sea mayor y lo menor menor Y, en segundo lugar, la de que por la cabeza que es pequeña lo mayor sea mayor. Y esto es algo prodigioso, el que por algo pequeño alguien sea grande. ¿No tendrias miedo de esto?

-Yo, sí -respondió Cebes, echándose a reír.

-¿Y no tendrías miedo de decir -continuó Sócrates- que diez son más que ocho en dos, y que ésta es la causa de su ventaja, en vez de decir que lo son en cantidad y por causa de la cantidad? ¿Y que lo que mide dos codos es más que lo que mide uno en la mitad y no en el tamaño? Pues el motivo de temor es el mismo.

-Por completo -replicó.

-¿Y qué? ¿No te guardarías de decir que, cuando se agrega una unidad a una unidad, es la adición la causa de que se produzcan dos, o cuando se divide algo, lo es la división? Es mas, dirías a voces que desconoces otro modo de producirse cada cosa que no sea la participación en la esencia propia de todo aquello en lo que participe; y que en estos casos particulares no puedes señalar otra causa de la producción de dos que la participación en la dualidad; y que es necesario que en ella participen las cosas que hayan de ser dos, así como lo es también que participe en la unidad lo que haya de ser una sola cosa. En cuanto a esas divisiones, adiciones y restantes sutilezas de ese tipo las mandarías a paseo, abandonando esas respuestas a los que son más sabios que tú. Tú, en cambio, temiendo, como se dice, tu propia sombra y tu falta de pericia, afianzándote en la seguridad que confiere ese principio, responderías como se ha dicho. Mas si alguno se aferrase al principio en si, le mandarías a paseo y no le responderías hasta que hubieras examinado si las consecuencias que de él derivan concuerdan o no entre sí. Mas una vez que te fuera preciso dar razón del principio en sí, la darías procediendo de la misma manera, admitiendo de nuevo otro principio, aquel que se te mostrase como el mejor entre los más generales, hasta que llegases a un resultado satisfactorio. Pero no harías un amasijo como los que discuten el pro y el contra, hablando a la vez del principio y de las consecuencias que de él derivan, si es que quieres descubrir alguna realidad. Pues tal vez esos hombres no discuten ni se preocupan en absoluto de eso, porque tienen la capacidad, a pesar de embrollar todo por su sabiduria, de contentarse a sí mismos. Pero tú, si verdaderamente perteneces al grupo de los filósofos, creo que harías como yo digo.

-Dices muchisima verdad -exclamaron a la vez Simmias y Cebes.

EQUÉCRATES.-¡Por Zeus!, Fedón, es natural. Pues me parece que expuso esto con maravillosa claridad, incluso para quien tenga una corta inteligencia.

FEDÓN.-Efectivamente, Equécrates, asi nos pareció también a todos los presentes.

EQUÉCRATES.-Y a nosotros los ausentes que ahora te escucháamos. Pero ¿qué fue lo que se díjo a continuación?

FEDÓN.-Según creo, una vez que se pusieron de acuerdo con él en esto, y se convino en que cada una de las ideas era algo, y que, por participar en éstas, las demás cosas reciben de ellas su nombre, preguntó a continuación:

-Si dices esto asi, ¿no dices entonces, cuando aseguras que Simmias es más grande que Sócrates, pero más pequeño que Fedón, que en Simmias se dan ambas cosas: la grandeza y la pequeñez?

-Sí.

-Sin embargo -dijo Sócrates-, ¿no reconoces que el que Simmias sobrepase a Sócrates no es en realidad tal y como se expresa de palabra? Pues la naturaleza de Simmias no es tal que sobresalga por eso, por ser Simmias, sino por el tamaño que da la casualidad que tiene. Ni tampoco le sobrepasa a Sócrates porque Sócrates es Sócrates, sino porque Sócrates tiene pequeñez en comparación con el tamaño de aquél.

-Es verdad.

-Ni tampoco es sobrepasado por Fedón porque Fedón es Fedón, sino porque Fedón tiene grandeza en comparación con la pequeñez de Simmias.

-Así es.

-Luego, por esta razón, Simmias recibe el nombre de pequeño y de grande, estando entre medias de ambos: al tamaño de uno ofrece su pequeñez, de suerte que le sobrepasa éste, y al otro presenta su grandeza, que sobrepasa la pequeñez de este último -y, a la vez que sonreía, anadió-: Parece que voy a hablar como un escritor artificioso, pero en realidad ocurre, sobre poco más o menos, lo que digo.

Cebes le dio su asentimiento.

-Y lo digo porque quiero que tu compartas mi opinión. En efecto, a mi me parece que no sólo la grandeza en sí nunca quiere ser a la vez grande y pequeña, sino también que la grandeza que hay en nosotros jamás acepta lo pequeño, ni quiere ser sobrepasada, sino que, una de dos, o huye y deja libre el puesto cuando sobre ella avanza su contrario, lo pequeño, o bien perece al avanzar sobre ella éste. Pero si espera a pie firme y aguanta a la pequeñez, no quiere ser otra cosa que lo que fue. Asi, por ejemplo, yo, que he recibido y aguantado a pie firme la pequeñez, mientras sea todavía quien soy, soy ese mismo hombre pequeño. Asimismo, aquello que es grande no se atreve a ser pequeño. Y de igual manera también, la pequeñez que hay en nosotros nunca quiere hacerse ni ser grande, ni tampoco ninguno de los contrarios, mientras siga siendo lo que era, quiere hacerse y ser a la vez su contrario, sino que, o se retira o perece en ese cambio.

-Asi me parece a mí por completo -repuso Cebes.

Y oyéndole uno de los presentes - no me acuerdo exactamente quién fue - dijo:

-¡Por los dioses! ¿No convinimos en los razonamientos anteriores precisamente lo contrario de lo que ahora se dice, que lo mayor se produce de lo menor y lo menor de lo mayor, y que en esto simplemente estribaba la generación de los contrarios, en proceder de sus contrarios? Ahora, en cambio, me parece que se dice que esto nunca podría suceder.

-Sócrates, entonces, volviendo hacia él su cabeza, le dijo, tras escucharle:

-Te has portado como un hombre al recordarlo; sin embargo, no adviertes la diferencia existente entre lo que se dice ahora y lo que se dijo entonces. Entonces se decia que de la cosa contraria nace la contraria; ahora, que el contrario jamás puede ser contrario a sí mismo, ni el que se da en nosotros, ni el que se da en la naturaleza. Entonces, amigo mio, hablábamos de las cosas que tienen en sí a los contrarios, y les dábamos el mismo nombre de aquéllos, pero ahora hablamos de los contrarios en si, que están en las cosas, y cuyo nombre reciben aquellas que los contienen. Y son precìsamente esos contrarios los que decimos que jamás querrían recibir su origen los unos de los otros - y mirando al mismo tiempo a Cebes, le dijo -: ¿Acaso también a ti, oh Cebes, te ha inquietado algo de lo que ha dicho éste?

-No -le respondió Cebes-, no me ha ocurrido así. Con todo, no puedo decir que no haya muchas cosas que me inquieten.

-Lo que hemos convenido -replicó Sócrates- es simplemente esto: que jamás un contrario será contrario a sí mismo.

-Exactamente -dijo Cebes.

-Considera entonces también esto otro -continuó Sócrates-: a ver si te muestras de acuerdo conmigo: ¿hay algo que llamas caliente y algo que llamas frío?

-Sí.

-¿Acaso es lo mismo que la nieve y el fuego?

-No, ¡Por Zeus!

-¿Entonces lo caliente es una cosa distinta del fuego y lo frío una cosa distinta de la nieve?

-Si.

Sin embargo, creo que, asimismo, opinas que la nieve, en cuanto tal, si recibe el calor, jamás volverá a ser lo que era, como decíamos anteriormente, es decir, nieve y calor a la vez, sino que, al acercarse el calor, o le cederá el puesto o perecerá.

-Exacto.

-Y el fuego, a su vez al aproximársele el frío, o retrocederá, o perecerá, pero jamás, recibiendo la frialdad, se atreverá a ser lo que era, es decir, a ser fuego a la vez que frío.

-Es verdad lo que dices -respondió Cebes.

-Mas es posible -prosiguió Sócrates-, con respecto a algunas de tales cosas, que no sólo sea la propia idea lo que reclame para sí el mismo nombre para siempre, sino también otra cosa que no es aquella, pero que tiene, cuando existe, su forma. Pero con este ejemplo quedará aún más claro lo que digo. Lo impar debe siempre recibir el mismo nombre que acabamos de decir. ¿No es verdad?


-Por completo.

-Pues lo que yo pregunto es esto: ¿Es, acaso, la única realidad con la que ocurre esto, o existe otra cosa que no es exactamente lo impar, y no obstante, debemos darle siempre ese nombre, además del suyo propio, porque es tal, por naturaleza, que jamás se separa de lo impar? Y lo que digo es, por ejemplo, lo que ocurre con el número tres y otros muchos números. Pero considera la cuestión en el caso del tres. ¿No te parece a ti que siempre se le debe designar con su propio nombre y además con el de impar, a pesar-de que lo impar no es exactamente lo mismo que el número tres? Pero, con todo, el número tres, como el cinco y la mitad entera de los números, son tales por naturaleza que, a pesar de no ser precisamente lo mismo que lo impar, siempre es impar cada uno de ellos. Y, a la inversa, el dos, el cuatro y la otra serie completa de los números, aunque no son lo mismo que lo par, son, sin embargo, siempre pares todos ellos. ¿Estás de acuerdo, o no?

-¡Cómo no voy a estarlo! -dijo Cebes.

-Considera, entonces -añadió- lo que quiero mostrarte. Es esto: evidentemente, no son sólo aquellos contrarios de que hablábamos los que no se admiten entre sí, sino que, al parecer, todas las cosas que, aún no siendo mutuamente contrarias tienen en sí uno de esos contrarios, tampoco admiten la idea contraria a la que hay en ellos, sino que, cuando sobreviene ésta, o dejan de existir, o dejan libre el campo. ¿O no vamos a decir que el tres perecerá o sufrirá cualquier cosa, antes de consentir, siendo todavia tres, el convertirse en par?

-Desde luego que sí -respondió Cebes.

-Y, no obstante -añadió-, el número dos no es contrario al número tres.

-Efectivamente, no lo es.

-Luego no son solamente las ideas contrarias las que no consienten su mutua aproximación, sino que hay también algunas otras cosas que no aguantan la aproximación de los contrarios.

-Grandísima verdad es la que dices -respondió.

-¿Quieres, pues, que definamos -prosiguió Sócrates-, si somos capaces, qué clase de cosas son éstas?

-Con mucho gusto.

-¿Podrían ser acaso, Cebes -prosiguió-, aquellas que cuando ocupan cualquier cosa la obligan no sólo a adquirir su propia idea, sino también la de algo que siempre es contrario a algo?

-¿Qué quieres decir?

-Lo que decíamos hace un momento. Sabes sin duda que las cosas de las que se apodere la idea de tres no sólo han de ser tres por necesidad, sino también impares.

-Desde luego.

-Ahora bien, a lo que es de tal índole jamás, según decimos, podrá llegarle la idea contraria a la forma aquella que lo produce.

-No.

-¿Y lo produjo la idea de impar?

-Sí.

-¿Y la idea contraria a ésta es la de par?

-Sí.

-Luego nunca llegará al tres la idea de par.

-No, sin duda alguna.

-Luego el tres no participa en lo par.

-No participa.

-Entonces, el tres es impar.

-Sí.

-He aquí, pues, lo que decía que iba a definir, qué clase de cosas, a pesar de no ser contrarias a algo no admiten la cualidad contraria. Por ejemplo, en el caso presente, el número tres, a pesar de no ser contrario a lo par, no por ello lo admite en si, pues lleva siempre consigo lo que es contrario a lo par, de la misma manera que el dos lleva en sí lo contrario de lo impar y el fuego de lo frío, y así otras muchísimas cosas. Ea, pues, mira si das la definición de esta manera: no sólo es lo contrario lo que no admite a su contrario, sino también aquello que trae consigo algo contrario al objeto en que se presenta, es decir, lo que en sí lleva algo, jamás admite lo contrario de lo que lleva. Y de nuevo haz memoria, pues no es malo oírlo muchas veces. El cinco no admite la idea de par; ni el diez, su doble, la de impar. Y éste, aunque también sea contrario a otra cosa, no admite la idea de impar; ní tampoco los tres medios, ni las restantes fracciones semejantes, el medio, el tercio y las demás fracciones de este tipo admiten la idea del entero, si es que me sigues y estás de acuerdo conmigo.

-Te sigo estupendamente, y comparto plenamente tu opinión -contestó.

-Ahora, respóndeme de nuevo -dijo Sócrates-, volviendo al principio. Pero no me contestes con los términos con los que te pregunte, sino imitándome a mí. Y lo digo, porque además de aquella respuesta segura de la que primero hablé, veo, según se desprende de lo dicho ahora, otra garantía de seguridad. En efecto, si me preguntaras qué debe producirse en el cuerpo de algo para que se ponga caliente, no te daré aquella respuesta segura y necia de que tiene que ser el calor, sino otra más aguda que se deduce de lo ahora dicho, a saber, la de que debe ser el fuego.Y si me preguntaras qué debe producirse en un cuerpo para que se ponga enfermo, no te contestaré que una enfermedad, sino que tiene que producirse en él fiebre. Y lo mismo si tu pregunta es qué debe producirse en un número para que se haga impar, no te diré que la imparidad, sino una unidad, y lo mismo haré con lo demás. Ea, pues, mira si te has enterado bien de lo que quiero.

-Perfectamente -respondìó Cebes.

-Contesta, pues -prosiguió Sócrates-, ¿qué debe producirse en un cuerpo para que tenga vida?

-Un alma -contestó.

-¿Y esto es siempre así?

-¡Cómo no va a serlo! -dijo Cebes.

-¿Entonces el alma siempre trae la vida a aquello que ocupa?

-La trae, ciertamente.

-¿Y hay algo contrario a la vìda, o no hay nada?

-Lo hay -contestó Cebes.

-¿Qué?

-La muerte.

-¿Luego el alma nunca admitirá lo contrario a lo que trae consigo, según se ha reconocido anteriormente?

-Sin duda alguna -dijo Cebes.

-¿Entonces qué? A lo que no admitía la idea de par qué le llamábamos hace un momento?

-Impar.

-¿Y a lo que no admite lo justo o la cultura?

-Inculto e injusto -respondió.

-Bien. Y a lo que no admite la muerte, ¿qué le llamamos?

-Inmortal.

-¿Y no es cierto que el alma no admite la muerte?

-Sí.

-Luego el alma es algo inmortal.

-Sí.

-Está bien, dijo-. ¿Debemos decir, pues, que esto ha quedado demostrado? ¿Qué te parece?

-Que ha quedado perfectamente demostrado, Sócrates.

-¿Y qué, Cebes, -prosiguió-, si a lo impar le fuera necesario el ser indestructible, ¿no sería el tres indestructible?

-¡Cómo no iba a serlo!

-¿Y no es cierto también que si lo no-caliente fuera indestructible, cuando se arrimara calor a la nieve, se retiraría ésta sana y salva y sin fundirse? Pues no cesaria de existir, ni tampoco recibiría el calor esperándolo a pie firme.

-Es verdad lo que dices -repuso Cebes.

-Y de igual manera, creo yo, si lo no-frío fuera indestructible, cuando se lanzara contra el fuego algo frío, jamás se apagaria ni pereceria, sino que se marcharía sano y salvo.

-Necesariamente -dijo Cebes.

-¿Y no es necesario también hablar así a propósito de lo inmortal? Si lo inmortal es, asimismo, indestructible, le es imposible al alma perecer cuando la muerte marche contra ella. Pues, según lo dicho, no admitirá la muerte ni quedará muerta, de la misma manera, decíamos, que el tres ni lo impar será par, ni el fuego ni el calor que hay en él será frio. Pero ¿qué es lo que impide -diría alguno- el que, por más que lo impar no se haga par cuando se le acerca lo par, según se ha convenido, se convierta, en cambio, una vez que deja de existir en par en lugar de lo que era? Al que así hablara no le podriamos refutar diciendo que lo impar no perece, puesto que lo impar no es indestructible. Pues si hubiéramos reconocido eso, fácilmente le refutaríamos diciendo que cuando se aproxima lo par, tanto lo impar como el tres se retiran. Y en lo relativo al fuego, y al calor, y a las demás cosas, le refutaríamos de la misma manera. ¿No es verdad?

-Por completo.

-Luego ahora también, si convenimos con respecto a lo inmortal que es indestructible, el alma sería, además de inmortal, indestructible. Si no, sería preciso otro razonamiento.

-Pero no se necesita para nada -replicó Cebes por esta razón: difícilmente podría haber otra cosa que no admitiera la destrucción, si lo inmortal, que es eterno, la admitiese.

-En todo caso -repuso Sócrates- la divinidad, la idea misma de la vida y todo lo demás que pueda ser inmortal, según creo, estarán todos de acuerdo en que no perecen nunca.

-Todos, sin duda, ¡por Zeus!, hombres y dioses -dijo Cebes-, éstos con mayor razón aún, si no me equivoco.

-Pues bien, desde el momento en que lo inmortal es incorruptible, si el alma es inmortal, ¿no sería también indestructible?

-De toda necesidad.

-Luego cuando se acerca la muerte al hombre, su parte mortal, como es natural, perece, pero la inmortal se retira sin corromperse, cediendo el puesto a aquélla.

-Es evidente.

-Entonces, con mayor motivo que nada, el alma es algo inmortal e indestructible, y nuestras almas tendrán una existencia real en el Hades.

-Yo, por mi parte, Sócrates -dijo Cebes-, no puedo objetar nada en contra de esto, ni encuentro motivo para desconfiar de tus palabras. Pero si Simmias, aquí presente, o algún otro tiene algo que decir, lo indicado es que no se calle; pues de no ser ésta, no sé porque otra ocasión lo aplazará, si quiere decir o escuchar algo sobre estas cuestiones.

-Pues bien -intervino Simmias, tampoco yo tengo motivo para desconfiar después de las razones expuestas. No obstante, por la magnitud del asunto sobre el que versa nuestra conversación, y la poca estima en que tengo a la debilidad humana, me veo obligado a sentir todavía en mis adentros desconfianza sobre lo dicho.

-No sólo es comprensible que la tengas, Simmias - dijo Sócrates -, sino que tienes razón en lo que dices, e incluso los supuestos primeros, por más que os parezcan dignos de crédito, han de someterse a un examen más preciso. Y si los analizáis suficientemente, seguiréis, según creo, el argumento en el grado mayor que le es posible a un hombre seguirlo. Y si esto queda claro, no llevaréis en punto alguno la investigación más adelante.

-Es verdad lo que dices -repuso Simmias.