...El TAO de la Física...- Frijot Capra.

domingo, 11 de abril de 2010

 


LA FISICA MODERNA... ¿Un camino con corazón?



La influencia que la física moderna ha tenido en
casi todos los aspectos de la sociedad humana es notable. Se ha convertido en
la base de las ciencias naturales, y la combinación de las ciencias naturales y
las ciencias técnicas ha cam­biado fundamentalmente las condiciones de la vida
sobre la tierra, tanto para bien copio para mal. En nuestros días, apenas hay
una industria que no utilice de algún modo los resultados de la física atómica,
y la influencia que éstos han tenido en la estructura política del mundo por
sus aplicaciones en el arma­mento atómico es de sobra conocida. Sin embargo, la
influen­cia de la física moderna va mucho más allá de la tecnología. Se
extiende al campo del pensamiento y de la cultura, donde ha generado una
profunda revisión de nuestros conceptos sobre el universo y de nuestra relación
con él. La exploración de los mundos atómico y subatómico llevada a cabo
durante el siglo XX ha puesto de manifiesto la antes insospechada estrechez y
limitación de las ideas clásicas y ha motivado una revisión radical de muchos
de nuestros conceptos básicos. Así, el concepto de materia en la física
subatómica, por ejemplo, es totalmente diferente de la idea tradicional
asignada a la sustancia material en la física clásica. Lo trismo ocurre con los
conceptos de tiempo, espacio, causa y efecto. Y dado que nuestra perspectiva
del mundo está basada sobre tales con­ceptos fundamentales, al modificarse
éstos, nuestra visión del mundo ha comenzado a cambiar.

Estos cambios, originados por la física moderna, han
sido ampliamente discutidos durante las últimas décadas tanto por físicos como
por filósofos, pero en raras ocasiones se ha observado que todos ellos parecen
llevar hacia una mis­ma dirección: hacia una visión del mundo que resulta muy
parecida a la que presenta el misticismo oriental. Los concep­tos de la física
moderna muestran con frecuencia sorprenden­tes paralelismos con las filosofías
religiosas del lejano Orien­te. Aunque estos paralelismos no han sido todavía
explorados en profundidad, sí fueron advertidos por algunos de los gran­des
físicos de nuestro siglo, cuando con motivo de sus confe­rencias en la India, China y Japón,
entraron en contacto con la cultura del lejano Oriente. Las tres citas
siguientes son un ejemplo de ello:



Las ideas generales sobre el
entendimiento humano... ilustradas por los descubrimientos ocurridos en la físi­ca
atómica, no constituyen cosas del todo desconoci­das, de las que jamás se oyera
hablar, ni tampoco nue­vas. Incluso en nuestra propia cultura tienen su histo­ria
y en el pensamiento budista e hindú ocupan un lugar muy importante y central.
Lo que hallaremos es un ejemplo, un desarrollo y fin refinamiento de la
sabiduría antigua.1



Julius Robert Oppenheimer









De un modo paralelo a las
enseñanzas de la teoría ató­mica... al tratar de armonizar nuestra posición
corro espectadores y actores del gran drama de la existencia (tenemos que
considerar) ese tipo de problemas episte­mológicos, con los que pensadores como
Buda y Lao Tse tuvieron ya que enfrentarse.2



Niels Bohr










La gran contribución a la física
teórica llegada de Ja­pón desde la Última guerra puede indicar cierta rela­ción
entre las ideas .filosóficas tradicionales del lejano Oriente y la
sustancia filosófica de la teoría cuánti­ca3



Werner Heisenberg








La finalidad del presente libro es explorar esta
relación existente entre los conceptos de la física moderna y las ideas básicas
de las tradiciones religiosas y filosóficas del lejano Oriente. Veremos cómo
los dos pilares de la física del siglo XX -la teoría cuántica y la teoría de la
relatividad- nos obligan a ver el mundo del mismo modo que lo ve un hindú, un
budista o un taoísta, y veremos también cómo esa similitud cobra fuerza cuando
contemplamos los recientes intentos por combinar ambas teorías, a fin de lograr
una explicación para los fenómenos del mundo submicroscópico: las propiedades y
las interacciones de las partículas subatómicas de las que toda materia está
formada. En este campo, los paralelismos y el misticismo oriental son más que
sorprendentes y con frecuencia tropezaremos con afirmacio­nes que será casi
imposible decir si fueron efectuadas por físicos o por místicos orientales.

Cuando digo "misticismo oriental" me
refiero a las filo­sofías religiosas del hinduismo, del budismo y del taoísmo.
Aunque éstas comprenden un vasto número de sistemas filo­sóficos y de
disciplinas espirituales sutilmente entretejidas, los rasgos básicos de su
visión del inundo son idénticos. Tal visión no está limitada a Oriente, sino
que en algún grado podemos hallarla en todas las filosofías con una orientación
mística. El argumento de este libro podría, entonces, ser expresado de una
forma más general, diciendo que la física moderna nos lleva a una visión del mundo
que es muy similar a la de los místicos de todas las épocas y tradiciones. Las
tradi­ciones místicas están presentes en todas las religiones, y pueden
encontrarse también elementos místicos en muchas escuelas filosóficas
occidentales. Los paralelismos con la fí­sica moderna no sólo aparecen en los Vedas,
en el I Ching o en los sutras del budismo, sino también en
fragmentos de Heráclito. en el sufísmo de lbn Arabi y en las enseñanzas del
brujo yaqui Don Juan. La diferencia entre Oriente y Occidente se encuentra en
que en éste último las escuelas místicas siempre han jugado un papel marginal,
mientras que en Oriente cons­tituyen la corriente principal del pensamiento
filosófico y religioso. Por lo tanto, para mayor sencillez, hablaré de la
"visión oriental del mundo' y sólo ocasionalmente mencio­naré otras
fuentes del pensamiento místico.

Al conducirnos hoy a una visión del mundo esencial­mente
mística, la física está de algún modo volviendo a sus comienzos de hace 2.500
años. Es interesante seguir la evolu­ción de la ciencia occidental a través de
su camino espiral, partiendo de las filosofías místicas de los antiguos
griegos, elevándose y desplegándose con una evolución intelectual
impresionante, separándose cada vez más de sus orígenes místicos hasta llegar a
desarrollar una visión del mundo en total contraste con la del lejano Oriente.
Ahora, en sus etapas más recientes, la ciencia occidental está finalmente
superan­do esta visión y está volviendo a la de los antiguos griegos y a la de
las filosofías orientales. Esta vez sin embargo, no se basa solamente en la
intuición, sino en un riguroso y consistente formulismo matemático.

Las raíces de la física, corno las de toda la
ciencia occi­dental, se hallan en el primer período de la filosofía griega, en
el siglo VI antes de Cristo, en una cultura en la que no existía separación
alguna entre ciencia, filosofía y religión. Los sabios de la escuela de Mileto
no se preocupaban de tales distinciones. Su finalidad era descubrir la
naturaleza esen­cial, la constitución real de las cosas, que ellos llamaron
"físis". El término "física" se deriva de esta palabra
griega, y por lo tanto, inicialmente significaba el empeño por conocer la
naturaleza esencial de todas las cosas.

Esta, desde luego, es también la finalidad central
de todos los místicos y la filosofía de la escuela de Mileto tenía ciertamente
un fuerte aroma místico. Los de Mileto fueron llamados "hylozoístas"
-los que creen que la materia está viva- por los griegos más molemos, porque no
veían dife­rencia alguna entre lo animado y lo inanimado, entre espíritu y
materia. De hecho, ni siquiera tenían una palabra para designar a la materia,
pues consideraban que todas las formas de existencia eran manifestaciones de la
"físis" dotadas de vida y de espiritualidad. Así, Tales declaró que
todas las cosas están llenas de dioses y Anaximandro vio el universo como una
especie de organismo sostenido por el "neuma" o aliento cósmico, del
mismo modo que el cuerpo humano está susten­tado por el aire.

La visión monista y orgánica de los filósofos de
Mileto estaba muy cercana a las antiguas filosofías de China e India, y estos
paralelismos con el pensamiento oriental se acentúan todavía más en Heráclito
de Efeso. Heráclito creía en un mundo en perpetuo cambio, en un eterno "devenir".
Para él todo ser estático estaba basado en un error de apreciación y su
principio universal era el fuego, símbolo del flujo continuo y del cambio de
todas las cosas. Heráclito enseñó que todos los cambios que se producen en el
mundo ocurren por la interac­ción dinámica y cíclica de los opuestos, y
consideraba que todo par de opuestos formaba una unidad. A esa unidad, que
contiene y trasciende a todas las fuerzas opuestas, la llamó el Logos.

Unidad que comenzó a resquebrajarse con la escuela
de Elea, la cual asumió la existencia de un principio divino que prevalecía
sobre todos los dioses y los hombres. Inicialmente se identificó a este
principio con la unidad del universo, pero luego se consideró que era un dios
inteligente y personal que gobierna y dirige al mundo. Así comenzó una
tendencia de pensamiento que llevó finalmente a la separación entre espíritu y
materia, y a un dualismo que se convirtió en la caracte­rística de la filosofía
occidental.

Parménides de Elea, cuyo pensamiento era totalmente
opuesto al de Heráclito, dio un paso decisivo en esa dirección. Llamó a su
principio básico el Ser y sostuvo que era único e invariable. Consideró que el
cambio era imposible y anunció que los cambios que creemos percibir en el mundo
son meras ilusiones de los sentidos. A partir de esa filosofía, el concepto de
una substancia indestructible que presenta propiedades variables fue creciendo,
hasta llegar a convertirse en uno de los conceptos fundamentales del
pensamiento occidental. En el siglo V antes de Cristo, los filósofos griegos
intentaron superar el agudo contraste que existía entre las visiones de
Parménides y Heráclito. A fin de reconciliar la idea del Ser inmutable (de
Parménides) con el eterno Devenir (de Herá­clito) asumieron que el Ser se
manifiesta en ciertas substan­cias invariables y que la mezcla o separación de
las mismas origina los cambios que tienen lugar en el mundo. Esto los llevó al
concepto del átomo, la unidad más pequeña de mate­ria indivisible, cuya más
clara expresión se halla en la filoso­fía de Leucipo y Demócrito. Los atomistas
griegos trazaron una clara línea divisoria entre espíritu y materia,
representan­do a la materia como constituida por diversos "ladrillos bási­cos".
Estos eran partículas puramente pasivas e intrínseca­mente muertas que se
movían en el vacío. No se explicaba la causa de su movimiento, pero se solía
relacionar con fuerzas externas que se suponían de origen espiritual y que eran
fun­damentalmente diferentes de la materia. En siglos posterio­res esta imagen
se convirtió en un elemento esencial del pen­samiento occidental, del dualismo
entre mente y materia, entre cuerpo y alma.

Una vez que la idea de la separación entre espíritu
y materia hubo arraigado, los filósofos, en lugar de hacia el mundo material,
volcaron su atención hacia el mundo espiri­tual, hacia el alma humana y hacia
los asuntos de la ética y la moralidad. Estas cuestiones ocuparon el
pensamiento occi­dental durante más de dos mil años, a partir de la culminación
de la ciencia y la cultura griegas que tuvo lugar en los siglos V y IV antes de
Cristo. El conocimiento científico de la antigüe­dad fue sistematizado y
organizado por Aristóteles, quien creó el esquema que serviría de base durante
dos mil años a la concepción occidental del universo. Aristóteles creía que las
cuestiones relativas a la perfección del alma humana y a la contemplación de
Dios eran mucho más importantes que las investigaciones sobre el mundo
material. La razón por la que el modelo aristotélico del universo permaneció
incontestado durante tanto tiempo fue precisamente esa falta de interés en el
mundo material, y también la gran influencia de la Iglesia Cristiana
que apoyó las doctrinas de Aristóteles durante toda la Edad Media.

La ciencia occidental no alcanzó mayor desarrollo
hasta la llegada del Renacimiento. Fue entonces cuando el hombre comenzó a
liberarse de la influencia de Aristóteles y de la Iglesia, mostrando un
nuevo interés en la naturaleza. El estu­dio de la naturaleza con un espíritu
realmente científico se llevó a cabo por primera vez a finales del siglo XV,
efectuán­dose experimentos a fin de demostrar las ideas especulativas. Dado que
este desarrollo se dio paralelo a un creciente interés por las matemáticas,
finalmente condujo a la formulación de verdaderas teorías científicas basadas
en la experimentación y expresadas en lenguaje matemático. Galileo fue el
primero que combinó el conocimiento experimental con las matemá­ticas y es, por
ello, considerado como el padre de la ciencia moderna.

El nacimiento de la ciencia moderna fue precedido y
acompañado por una evolución del pensamiento filosófico que llevó a una
formulación extrema del dualismo espíritu-­materia. Esta formulación apareció
en el siglo XVII en la filo­sofía de René Descartes, quien basó su visión de la
naturale­za en una división fundamental, en dos reinos separados e
independientes: el de la mente (res cogitans) y el de la materia (res
extensa). Esta división cartesiana permitió a los científi­cos tratar a la
materia como algo muerto y totalmente separa­do de ellos mismos, considerando
al inundo material corno una multitud de objetos diferentes, ensamblados entre
sí para formar una máquina enorme. Esta visión mecanicista del inundo la
mantuvo también Isaac Newton, quien construyó su mecánica sobre esta base y la
convirtió en los cimientos de la física clásica. Desde la segunda mitad del
siglo XVII hasta finales del siglo XIX, el modelo mecanicista newtoniano del
universo dominó todo el pensamiento científico. Fue parale­lo a la imagen de un
dios monárquico, que gobernaba el mundo desde arriba, imponiendo en él su
divina ley. Así, las leyes de la naturaleza investigadas por los científicos
fueron conside­radas como las leyes de Dios, invariables y eternas, a las que
el inundo se hallaba sometido.

La filosofía de Descartes no sólo tuvo su
importancia en el desarrollo de la física clásica, sino que además ejerció una
influencia tremenda sobre el modo de pensar occidental, hasta nuestros días. La
famosa frase de Descartes "Cogito ergo sum" -pienso, luego
existo-, llevó al hombre occi­dental a considerarse identificado con su mente,
en lugar de hacerlo con todo su organismo. Como consecuencia de esta división
cartesiana, la mayoría de los individuos son cons­cientes de sí mismos como
egos aislados, que existen "den­tro" de sus cuerpos. La mente fue
separada del cuerpo y se le asignó la fútil tarea de controlarlo, causando así
un aparente conflicto entre la voluntad consciente y los instintos involun­tarios.
Cada individuo fue además dividido en un gran núme­ro de compartimentos
separados, de acuerdo a sus activida­des, sus talentos, sus sentimientos, sus
creencias y así sucesi­vamente, generándose de este modo conflictos sin fin,
una gran confusión metafísica y una continua frustración.

Esta fragmentación interna es un reflejo del
"mundo exterior", percibido como una multitud de objetos y aconte­cimientos
separados. El entorno natural es tratado como si consistiera en partes
separadas, que existen para ser explota­das por diferentes grupos de interés.
Esta visión fragmentada es acentuada todavía por la sociedad, dividida en
diferentes naciones, razas y grupos religiosos y políticos. La creencia de que
todos esos fragmentos -en nosotros mismos, en nuestro entorno y en nuestra
sociedad- están realmente separados, puede considerarse como la razón esencial
de la presente serie de crisis sociales, ecológicas y culturales. Nos ha
separado de la naturaleza y de nuestros congéneres humanos. Ha genera­do una
distribución enormemente injusta de los recursos naturales creando el desorden
político y económico, una creciente ola de violencia, tanto espontánea como
institucionalizada y un feo y contaminado medio ambiente, en el que la vida se
ha hecho a veces malsana, tanto física como mental­mente.

La división cartesiana y el concepto mecanicista del
mundo han sido al mismo tiempo benéficos y perjudiciales. Fueron benéficos para
el desarrollo de la física y de la tecnología clásica, pero han tenido muchas
consecuencias adver­sas para nuestra civilización. Es fascinante ver cómo la cien­cia
del siglo XX, que tuvo su origen en la división cartesiana y en el concepto de
un mundo mecanicista y que realmente sólo llegó a ser posible a causa de dicho
concepto supera ahora esa fragmentación y vuelve a la idea de unidad, tal como
era expresada en las primitivas filosofías griegas y orientales.

Contrastando con el concepto mecanicista occidental,
la visión oriental del mundo es "orgánica". Para el místico oriental
todas las cosas y los sucesos percibidos por los senti­dos están conectadas e
interrelacionadas, y no son sino dife­rentes aspectos o manifestaciones de una
misma realidad última. Nuestra tendencia a dividir el mundo que percibimos en
cosas individuales y separadas y a vernos a nosotros mis­mos como egos aislados
se considera como una ilusión, crea­da por nuestra mentalidad medidora y
clasificadora. En la filosofía budista se le llama avidya o ignorancia,
y es conside­rada como un estado mental confuso que se debe superar:



Cuando la mente está confusa se
produce la multiplici­dad de las corsas, sin embargo, cuando la atente está
tranquila, desaparece la multiplicidad de las cosas.4









Aunque las diversas escuelas de misticismo oriental
difieren en muchos detalles, todas ellas resaltan la unidad básica del
universo, y esto constituye el rasgo central de sus enseñanzas. Para sus
seguidores -ya sean hindúes, budistas o taoístas- la meta más elevada es llegar
a ser conscientes de la unidad e interrelación mutua de todas las cosas,
trascen­diendo la noción de ser un individuo aislado, e identificándo­se a sí
mismos con la realidad última. La aparición de esa consciencia -conocida como
"iluminación"- no es sólo un acto intelectual, sino que se trata de
tina experiencia que afec­ta a la totalidad de la persona y cuya naturaleza es
definitiva­mente religiosa. Y ése es el motivo por el cual la mayoría de las
filosofías orientales son esencialmente filosofías religiosas.

Desde el punto de vista oriental, la división de la
natura­leza en objetos separados no es algo fundamental y cualquiera de tales
objetos posee un carácter fluido y siempre cambiante. Así. el concepto oriental
del mundo es intrínsecamente diná­mico y entre sus rasgos esenciales están el
tiempo y el cambio. El cosmos es considerado como una realidad inseparable-
siempre en movimiento, vivo, orgánico. espiritual y material al mismo tiempo.

Dado que el movimiento y el cambio constituyen las
propiedades esenciales de las cosas, las fuerzas que causan el movimiento no
están fuera de los objetos, como ocurría en la concepción de los clásicos
griegos, sino que son una propie­dad intrínseca de la materia. Del mismo modo,
la imagen oriental de la divinidad no es la de un gobernante que dirige al
mundo desde lo alto, sino la de un principio que controla todo desde dentro:



Aquél que habita en todas las
cosas,

y sin embargo es diferente a
ellas,

a quien ninguna cosa conoce,

cuyo cuerpo son todas las cosas,

que controla todo desde dentro.

El es tu alma, el Controlador Interno,

el Inmortal.



5 Brahad-aranyaka (Upanishad). 3.7.15.





Los siguientes capítulos mostrarán que los elementos
básicos de la concepción oriental del mundo son los mismos que se desprenden de
la física moderna. En ellos, trato de sugerir que el pensamiento oriental, y de
un modo más gene­ral, todo el pensamiento místico, ofrece una base filosófica
relevante y congruente con las teorías de la ciencia contempo­ránea, una
concepción del mundo en la que los descubrimien­tos científicos pueden estar en
perfecta armonía con las metas espirituales y las creencias religiosas. Los dos
temas básicos de esta concepción son la unidad e interrelación de todos los
fenómenos y la naturaleza intrínsecamente dinámica del universo. Cuanto más
penetremos en el mundo submicroscó­pico, más nos daremos cuenta de que el
físico moderno, al igual que el místico oriental, ha llegado a ver al mundo
como un sistema de componentes inseparables, interrelacionados y en constante
movimiento, en el que el observador constitu­ye una parte integral de dicho
sistema.

La concepción orgánica y “ecológica” del mundo que
tienen las filosofías orientales es sin duda una de las razones que explican la
inmensa popularidad que han alcanzado estas filosofías en occidente,
especialmente entre los jóvenes. En nuestra cultura occidental, cada vez más
personas consideran que la todavía dominante visión mecanicista y fragmentada
del mundo es la causa del descontento tan generalizado que se da en nuestra
sociedad, pasando a adoptar -muchas de esas personas- las formas orientales de
liberación. Es interesan­te, y quizás no demasiado sorprendente, que aquellos
que se sienten atraídos por el misticismo oriental, que consultan el I Ching
y practican yoga u otras formas de meditación, tengan en general una
marcada actitud anticientífica. Tienden a ver la ciencia, y la física en
particular, cono una disciplina de estrechas miras, sin imaginación y como la
responsable de todos los males de la tecnología moderna.

Este libro pretende mejorar la imagen de la ciencia,
mostrando la existencia de una armonía esencial entre el espíritu de la
sabiduría oriental y la ciencia occidental. Trata de sugerir que la física
moderna va mucho más allá de la tec­nología, que el camino -o Tao- de la
física, puede ser un camino con corazón, un camino hacia el conocimiento espi­ritual
y hacia la autorrealización.