Mesa de los pecados capitales...El BoScO...

jueves, 27 de enero de 2011

 




La Mesa de los pecados capitales, es una de las obras del pintor holandés Hieronymus Bosch, El Bosco. Es un óleo sobre tabla, pensado para usarse como encimera o tablero de mesa. Como todas las obras de El Bosco, al no estar fechado por su autor es datado en fechas diversas. Tradicionalmente se considera pintado el año 1485; otras fuentes lo sitúan entre 1475 y 1480. Mide 120 cm de alto y 150 cm de ancho. Se exhibe actualmente en el Museo del Prado de Madrid.

Esta tabla fue adquirida por el monarca Felipe II de España, quien la guardó en el monasterio de El Escorial. Se llevó al Museo del Prado durante la guerra civil española.
Análisis de la obra...

Los siete pecados capitales se representan con originalidad, con un realismo impecable.

En el centro del cuadro se ve una imagen tradicional de Cristo como varón de dolores, saliendo de su tumba. Se dice que representa el ojo de Dios, y la imagen de Cristo es su pupila. Bajo esta imagen hay una inscripción en latín: CAVE CAVE DEUS VIDET ("Cuidado, cuidado, el Señor lo ve"). Es una referencia clara a la idea de que Dios lo ve todo.

Alrededor, hay un círculo más grande dividido en siete partes, mostrando cada una de ellas uno de los siete pecados capitales, que pueden ser identificados por sus inscripciones en latín: Ira, Soberbia, Lujuria, Pereza, Gula, Avaricia y Envidia. Se colocan en forma circular, lo cual es bastante raro en la pintura medieval; ello se explica porque la obra no se pensó para colgarla en la pared sino como un tablero de mesa, por lo cual para ver sus representaciones hay que andar en torno a él. Solían pintarse escenas con una configuración similar en las obras de miniaturas o de orfebrería. El pintor ha representado los distintos pecados capitales en escenas de la vida cotidiana del Flandes de su época, tanto con paisajes de interior como de exterior, urbanos y rústicos, detallando paisajes, objetos, vestimentas, etc.

Lujuria
En el campo está plantada una tienda de color rojo intenso, en la que dos parejas de enamorados celebran una comida campestre. A un lado, dos juglares o bufones. En primer plano, instrumentos musicales.

Gula
Es una escena de interior con cuatro personajes. A la mesa del banquete hay un hombre gordinflón comiendo. A la derecha, de pie, otro que bebe ansiosamente, directamente de la jarra, lo que provoca que el líquido se caiga de las comisuras de los labios. A la izquierda, una mujer presenta una nueva vianda en una bandeja. Aparece un niño obeso, simbolizando el mal ejemplo que se da a la infancia, que reclama la atención de su obeso padre. En primer plano, una salchicha se asa al fuego.

Avaricia
Se representa un juicio en el que el juez, lejos de impartir justicia, acepta un soborno de una de las partes o incluso de las dos partes en litigio.

Pereza
O Acidia Un eclesiástico duerme ante la chimenea en un acogedor interior, mientras que una mujer (la Fe), elegantemente ataviada, trata de despertarlo para que cumpla con sus deberes de oración.

Ira
Se representa con dos campesinos borrachos riñendo a la puerta de una posada, con jarras de bebida y uno de ellos es detenido por una mujer, mientras el otro tiene un banco en la cabeza. El fondo es un paisaje típicamente campestre.

Envidia
Aparecen una pareja de enamorados (un burgués intenta seducir a la mujer de otro), dos señores (un mercader que mira a un joven noble que lleva un halcón en el puño) y en la calle, dos perros con un hueso.

Soberbia o Vanidad
es una mujer en un interior con pequeños objetos de uso cotidiano. Se mira en un espejo que hay en un armario, sostenido por un demonio; a un lado, se ve otra estancia con figuras.
Las postrimerías: El infierno

En cada una de sus esquinas, hay cuatro pequeños círculos que representan las postrimerías, esto es, "La muerte", "El juicio", "El infierno", y la "gloria". Estas postrimerías están representadas según la iconografía tradicional en la pintura medieval. De todas ellas, la más llamativa es la del infierno, en el ángulo inferior izquierdo: en tenebrosos tonos rojos vuelve al tema de los siete pecados capitales, representando siete diferentes formas en que los demonios torturan a los condenados por incurrir en cada uno de los pecados capitales. Aquí se ve un tono típicamente bosquiano, siendo una representación, en menor tamaño, de los otros infiernos que pueden verse, entre otros, en los postigos derechos del Juicio Final de Viena, el Carro del Heno y el Jardín de las Delicias.

La muerte viene representada a través de una imagen prototípica del Ars moriendi: por el lecho de un moribundo con la cabeza vendada, al que rodean un médico, tres religiosos, una monja, un ángel y la muerte; en otra estancia se ve a los familiares. El juicio se representa al modo de medieval, con Dios entre ángeles y los muertos saliendo de sus tumbas. La Gloria tiene forma de un palacio en el que está Dios con ángeles. Se representa también al arcángel san Miguel y a san Pedro.

Arriba y abajo hay dos inscripciones en latín, que provienen del Deuteronomio, capítulo 32

:

* "20 Entonces dijo: Les ocultaré mi rostro, / para ver en qué terminan" (parte inferior)
* "28 Porque esa gente ha perdido el juicio / y carece de inteligencia. 29 Si fueran sensatos entenderían estas cosas, / comprenderían la suerte que les espera. " (parte superior)el bosco

Es una obra típicamente gótica, que se atribuyó a los inicios de la carrera de Hieronymus Bosch, aunque actualmente se señala como propia del periodo 1500-1525.

Los cuadros de El Bosco fueron los preferidos del rey Felipe II, un monarca y un pintor enigmáticos como pocos. ¿Qué ocultaban? ¿Quién era realmente este extraño pintor flamenco?
Felipe II fue un hombre retraído, ensimismado, a la vez que creador de un mundo de relaciones protocolarias extremadamente complejo en el que cada acto tenía su reflejo a mucha distancia. Fue la cabeza de una gran parte del mundo y todo se ordenaba conforme a los intereses y gustos del centro del poder: él mismo. Cada gesto, cada palabra, cada decisión, viajaban como los rayos del astro rey, iluminando cada rincón del planeta. Desde el centro, El Escorial-Madrid, hasta el confín de las Islas Filipinas, su nombre estaba tan presente como el del mismo Dios.

Para poder llevar a cabo una labor tan ingente, le fue necesario tener amplios conocimientos de distintas materias: matemáticas, geometría, arquitectura… Incluso artesanías menores, pero no menos importantes, como carpintería, cantería o acústica. Su conocimiento de las Sagradas Escrituras llegó a ser tan profundo y obsesivo como el de su padre. La base doctrinal bíblica fue asumida totalmente, desde los sueños premonitorios hasta el estudio de la evolución histórica del pueblo judío y la transformación operada con el advenimiento del cristianismo.

De algún modo, Felipe II es místico y ermitaño encerrado en su torre; en un cuarto muy humilde, cerca de sí mismo. Allí permanece atento para interpretar los mensajes que Dios le envía para el buen gobierno de sus súbditos de acuerdo con los designios del Cielo.

Reales contradicciones

El “rey constructor” estuvo a caballo entre la ortodoxia y la heterodoxia porque, a pesar de su encendida defensa del dogma oficial, se rodeó de una serie de personajes a los que la Inquisición habría procesado –y quemado en muchos casos– si no hubieran contado con su protección; en todo caso, algunos se sentaron en el banquillo y tuvieron que ingeniárselas para no ser condenados por herejía o prácticas judaizantes.

La raíz de las contradicciones del monarca puede encontrarse en su modo de vivir la relación con lo sobrenatural, en unas ocasiones estríctamente ortodoxa y en otras rozando la superstición. Por ejemplo, reunió casi siete mil reliquias de dudosa procedencia, supuestos restos de santos para los que se diseñaron distintos relicarios. Su presencia protegería el santuario pero, sobre todo, sus antiguos dueños abogarían por su mala salud. Ese afán de almacenar objetos con poderes mágicos o relacionados con el más allá era más fruto de su obsesión que de su ortodoxia. La Iglesia no favorecía oficialmente la proliferación de reliquias, pero tampoco la condenaba, sobre todo si eran objeto de gran veneración popular. Este resquicio sirvió a Felipe II para dar pábulo a todas las supersticiones supuestamente cristianas. Algunos sectores de la Iglesia criticaban abiertamente la fanatización popular y no veían con buenos ojos la pasión de las gentes hacia estos objetos que eran causa de devoción entre la fe y lo mágico. A pesar de todo, el monasterio de El Escorial está protegido por una hornacina que hay en el cimborrio con reliquias de san Pedro y santa Bárbara, entre otros. Se cuenta que su tapa metálica fue dorada a fuego y que le sirvió al rey para contestar al embajador francés cuando le criticó porque en la construcción “sobraba piedra y faltaba el oro”. En un momento posterior, y cuando el diplomático observó un reflejo áureo en lo alto del edificio, preguntó al monarca qué era aquel brillo. Felipe II contestó: “Se nos acabó la piedra y tuvimos que echar mano del oro para acabar la torre”.

Otra de las contradicciones poco conocidas era su pasión, no exenta de pragmatismo, por actividades que estaban muy de moda en el Renacimiento: se empeñó en convertir una parte del monasterio en un laboratorio de alquimia, espagiria y destilación, donde se buscó trasmutar metales menores en oro. En esos lugares trabajaron hombres a los que sólo se puede calificar como heterodoxos; como un amigo de su ministro, el cardenal Granvela, Nicolás Guibert, astrólogo e iniciado en el arte sagrado. No sólo quería conseguir metales nobles a partir de otros más groseros, sino preparados capaces de curar las enfermedades: la panacea universal, en el empeño de poder aplicárselos a sí mismo para no sufrir los dolores que le producían los mismos ataques de gota que tuvo su padre. Los últimos años de su vida transcurrieron entre el dolor y el descanso. Su enfermedad, crónica, y extremadamente dolorosa, no le dio tregua. Tanto sufrió que algunas veces recurrió a prácticas que podían haber sido calificadas como brujería.

Por otra parte, no puede olvidarse que el monarca encargó la creación de una de las bibliotecas más importantes del mundo antiguo a otro heterodoxo, experto hebraísta, que fue acusado de judaizante: el extremeño Benito Arias Montano (1527-1598), a quien se debe la confección de la Biblia Políglota de Amberes. Su sucesor, fray José de Sigüenza, fue su ayudante y conoció sus ideas y modo de trabajar.

Y llega El Bosco…

El pintor preferido de la dinastía de los Habsburgo y, en especial, de Felipe II se llamó Jeroen van Aken. Nació en la localidad holandesa de Hertogenbosch, Bravante, hacia el año 1450, en el seno de una familia de pintores. En su juventud decidió cambiar su nombre para no ser identificado con sus parientes, sobre todo con su hermano, quien utilizó el apellido familiar. Así que lo latinizó y transformó en Hieronimus, añadiéndole el sobrenombre de Bosch, haciendo referencia a su ciudad. En España se le conoció como El Bosco. Murió en el año 1516, según reza un registro de la cofradía de Nuestra Señora en su ciudad, a la que perteneció y donde era conocido como un hombre muy piadoso: Obitus fratum Hieronimus Aquen alias Bochs insignis pictor.

Este flamenco genial es uno de los más enigmáticos pintores conocidos, sobre todo porque no es sencillo adivinar de dónde sacó la fuente de inspiración para una de las obras más singulares de todos los tiempos. Algunos especialistas apuntan la posibilidad de que padeciera alucinaciones esquizofrénicas; otros creen que perteneció a alguna sociedad secreta que manejaba conocimientos ocultos, no necesariamente heréticos. Sea como sea, en pleno Renacimiento concibió y representó mundos irreales repletos de personajes y paisajes onírico-simbólicos, de contenido exageradamente satírico y moralista, cercanos a lo que siglos después pondría al descubierto el psicoanálisis.

Aunque la pintura de El Bosco se inspira en la tradición de los absurdos medievales, en especial del bestiario que caracteriza los manuscritos iluminados, canecillos y capiteles, fue contemplado con mucho interés por los surrealistas en el siglo XX, y a algunos les sirvió de fuente de inspiración. Los esoteristas afirman que muchos símbolos de sus obras hacen referencia a operaciones alquímicas, cosa nada exagerada si tenemos en cuenta el imaginario de los adeptos a la “Gran Obra”.

Felipe II llegó a reunir en El Escorial hasta nueve pinturas del artista, que formaron parte de su mobiliario en las distintas estancias, entre los que parece que sí estuvo en algún momento el tríptico llamado “El jardín de las Delicias” (1503-1504). Por otra parte, hay autores que afirman que cuando Felipe II fue consciente de que sus días se habían acabado, mandó llevar a su habitación todas las pinturas del holandés para poder fortalecerse moralmente ante lo que le esperaba.

Pinturas llenas de misterio

Una sencilla descripción de las obras de El Bosco, por orden de importancia, permitirá conocerlas mejor y quizá entender por qué Felipe II tuvo tanto interés por ellas.

La “Mesa de los Pecados Capitales” es una tabla pequeña –120x150 cm–. El centro representa al ojo de Dios, un gran círculo al que rodean cuatro pequeños que muestran las figuras del tránsito: muerte, juicio, infierno y gloria. Desde la “pupila” nos mira Cristo en toda la gloria de su resurrección sobre una leyenda: Cave, cave, dominus videt –“cuidado, cuidado, Dios te ve”–. Le rodean los siete pecados capitales: avaricia, envidia, gula, ira, lujuria, pereza y soberbia. Es una advertencia evidente en contra del pecado que determinará el futuro del alma. Fray José de Sigüenza opinaba, en contra de quienes acusaban al pintor de herejía, que en esta obra había “mucha virtud” y muy “buenas lecciones morales” para los cristianos: “quien pintaba cosas así no estaba en contra de la verdadera fe”. Declara que, tanto para el rey como para él, esta mesa les era muy agradable y el monarca jamás la hubiera tenido si su contenido fuera contrario a la doctrina de la Iglesia. Como vemos fue un buen abogado, aunque siempre podemos sospechar que lo hizo para hacer encajar estas pinturas en la ortodoxia real. Sin embargo, tras años de estudios, se sabe que pueden interpretarse también desde una perspectiva menos “piadosa”.

Después llegaría el “Carro de Heno”, pero sin duda la más extraña de sus pinturas, por su abundancia en símbolos, aparentemente enloquecidos, es el “Jardín de las Delicias” (1504). Es un tríptico en tabla que abierto ocupa 206x386 cm. La parte izquierda representa la creación de Adán y Eva, una pareja que habría de caer en el pecado original por la desobediencia femenina. Hay elementos simbólicos espectaculares, como una alucinada fuente de la vida, el árbol del bien y del mal en el que se enrosca la serpiente y un sorprendente árbol de la vida simbolizado por un drago canario –¿cuándo conoció una especie tan exótica y lejana?–. Por todas partes hay animales difíciles de interpretar, pero que representan la continuidad de los bestiarios medievales. En primer plano pintó una entrada a los reinos inferiores por donde asoman algunas criaturas siniestras. El hecho de que el “primer hombre” esté desnudo, sirvió para que relacionaran a El Bosco con la secta de los adamitas, que defendían la desnudez y el sexo libre.

La tabla central es el engañoso mundo como paraíso falso regido por la sensualidad y la promiscuidad. En la parte superior, la fuente de los cuatro ríos, que se quiebra como símbolo de la necedad que son las vanidades mundanas. En el centro la cabalgata de los deseos, girando alrededor de un lago lleno de mujeres que se bañan desnudas. La parte inferior es un canto a las relaciones carnales, donde pueden adivinarse prácticas heterosexuales, homosexuales, “placeres solitarios”, e incluso bestialidad.

La parte derecha nos conduce al infierno, donde pecados y faltas son castigados de modos delirantes. Son figuras destacadas, el hombre-árbol, un extraño montaje surrealista donde aparece un rostro que podría ser, tanto el diablo como el propio pintor y el infierno musical, en el que diversos instrumentos, como un arpa, sirven para torturar a los condenados.

Las soledades de Felipe II

La meditación sobre estas obras pudo ser una de las actividades favoritas del rey cuando se quedaba solo, tratando de interpretar todos y cada uno de sus símbolos. Porque aunque las imágenes parezcan triviales, no lo son. Su importancia es extraordinaria y revela que el autor tenía conocimientos ocultos, o al menos, aparecen concordancias casuales. Habría acertado, probablemente sin buscarlo, al justificar una creencia supersticiosa que andaba circulando entre las leyendas que se contaban sobre el monasterio y su emplazamiento. Algunos magos afirmaron que allí había una “entrada al infierno” que había de ser tapada con el santuario. Una puerta entre mundos o realidades dimensionales distintas, que reflejaban bien los conceptos implícitos, tanto en el “Jardín de las Delicias”, como en el “Carro de Heno”. Así que, como en los mandalas orientales, las escenas representadas ayudarían al místico a luchar contra el “maligno”. Serían una suerte de amuleto contra todas las fuerzas del mal con las que el propietario del cuadro tendría controlado uno de los caminos por donde las legiones de Satán podrían llegar al mundo material.

Esta leyenda no tiene ningún fundamento, pero sí responde de otra manera a las intenciones de Felipe II: levantar un edificio en el que se concentraran todas las poderosas fuerzas del bien –en contra de las del mal–. La obsesión por su propia salvación condujo a esta suerte de indagación esotérica en piezas artísticas simbólicas, como la de El Bosco. El rey sabía que todo santuario es lugar de encuentro entre lo natural y lo sobrenatural. Esta profusión de símbolos debió actuar como una especie de “inductor” de algunas “andanzas nocturnas” del monarca. No resulta difícil imaginar a este hombre de mente impenetrable reconociéndose a sí mismo en esos sueños de la razón. No es arriesgado pues, pensar que a la hora de concebir su obra arquitectónica más notable, estuviera influido por las sensaciones recibidas tras sus meditaciones, determinantes a la hora de idear proyectos y adoptar decisiones.

No se sabe cómo fueron realmente esas “andanzas”, si es que las hubo, porque jamás las contó, o lo hizo en un círculo muy restringido, pero cabe sospechar que en la austeridad de esas estancias carentes de adornos, exceptuadas pinturas, cortinas y poco más, vibraba el espíritu de un hombre que contemplaba, tanto lo demoníaco, como lo divino. En alguna ocasión fue descubierto husmeando en algún lugar peligroso, rodeado de andamios, y recibió la cariñosa reprimenda del prior. No se cuenta con ninguna crónica, ningún texto alusivo, pero es una imagen muy sugerente imaginar que su última oración nocturna fuera en la soledad del recinto sagrado. Sólo ante sí mismo y ante Dios. Sin más luz que la de su propia alma desprovista de los atributos de su condición de rey. Quizá también, teniendo en cuenta su edad avanzada y su enfermedad, el paseo era un martirio que aceptaba voluntariamente. ¿Cerraba la puerta para dormir? ¿O por el contrario la dejaba abierta para poder contemplar la llama sagrada hasta que le venciese el sueño? Porque, como sabemos, el monarca había mandado expresamente que desde su cama se pudiera ver el altar mayor, tal y como lo había hecho su padre Carlos en el monasterio de Yuste. Así fue Felipe II a grandes rasgos: un hombre que, pareciendo un exotérico radical, continuamente indagaba a hurtadillas en lo esotérico...




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