La Estupidez del Poder...

viernes, 13 de agosto de 2010

 




Escribí un primer esbozo de este texto en octubre de 1997. Quedó
“incompleto” durante cuatro años y medio.
Me encontraba frente a un problema similar al que había
afrontado Walter Pitkin cuando, en 1934, había publicado
su “Introducción a la historia de la estupidez humana” (ver la
primera parte de “El poder de la estupidez”).
Cada vez que retomaba e trabajo había algún
vistoso ejemplo de la estupidez del poder. En los sucesos
cotidianos – o en alguna parte de la historia reciente o
remota. El análisis de cada uno de esos ejemplos
habría requerido el estudio de eventos complejos,
graves o trágicos, o bien de fenómenos capaces
de producir consecuencias desastrosas de las cuales nadie se
ocupa de manera adecuada. Cosas demasiado complejas como para
poder ser examinadas adecuadamente en un breve
artículo. Así me convencí de que es
mejor no dar ejemplos, ni hablar de casos específicos,
sino limitarse a la teoría general. Que, espero, es
clara y simple – aunque desafortunadamente no está en
condiciones de proponer alguna solución específica.




La esencia de la estupidología es el intento de
explicar por qué las cosas no funcionan – y en
qué medida esto se debe a la estupidez humana, que es
la causa de casi todos nuestros problemas. Y cuando la causa
no es la estupidez, las consecuencias son mucho peores porque
son estúpidas nuestras reacciones y nuestros intentos
de solución.
Este análisis es esencialmente diagnóstico,
no terapéutico. El concepto es que, si nos damos
cuenta de cómo funciona la estupidez, podríamos
controlar un poco mejor sus consecuencias. No podemos
derrotarla del todo, porque es parte de la naturaleza humana.
Pero sus efectos pueden ser menos graves si sabemos que
existe, entendemos cómo funciona y, de este modo, no
nos toma completamente por sorpresa.
Ya hemos hablado un poco de esto en la primera
y en la segunda parte de
“El poder de la estupidez”. (Como saben todos
los estupidólogos, el tema es tan complejo que en
breves comentarios se puede dar al respecto sólo
algún apunte superficial. Si, como parece, he logrado
ofrecer a los lectores algún pequeño
acercamiento sobre el cual pensar... éste es el
máximo resultado que podría esperar.)
La estupidez de cada ser humano es, en sí misma, un
problema preocupante. Pero el cuadro cambia cuando se trata
de la estupidez de personas que tienen “poder”: es
decir posibilidades de control sobre el destino de otras personas.
Como en las primeras dos partes, seguiré
basándome en la definición de estupidez,
inteligencia, etcétera, según lo efectos
orácticos. Pero hay una diferencia sustancial cuando
la relación no se establece “entre iguales”.
Una persona, o un pequeño grupo de personas, puede
influir sobre la vida y el bienestar de muchos. Esto cambia
las relaciones de causa y efecto en el sistema.

“Grande” o “pequeño” poder
El poder está en todos lados. Todos estamos
sujetos al poder de otros y (si no en casos de extrema
esclavitud) todos ejercemos poder sobre alguien. Personalmente
la idea me resulta desagradable – pero es parte de la vida.
Los padres tienen (o se supone que tienen) poder
sobre los hijos, pero los niños tienen mucho poder
sobre los padres, un poder que a menudo usan despiadadamente.
Podemos ser “propietarios” de perros y gatos,
caballos o hamsters, elefantes o camellos, barcos o
automóviles, teléfonos o computadoras, pero
frecuentemente somos sometidos a su poder.
Sería demasiado complicado, para el
propósito de este análisis, entrar en el
terreno complejo de la multiplicidad de las relaciones
humanas. Por este motivo me limito a los casos más
obvios de “poder”: esas situaciones en las cuales
cada uno tiene un rol definido de autoridad sobre un gran (o
pequeño) número de personas.
En teoría, todos estamos más o menos de
acuerdo sobre el hecho de que debería haber la menor
cantidad posible de poder; y que quien tiene poder
debería estar sujeto al control de las demás
personas. Este es el sistema al cual llamamos
“democracia”. O lo que en las organizaciones
llamamos repartición de tareas, colaboración,
motivación, responsabilidad distribuida – al contrario
de autoridad, burocracia, centralización, disciplina formal.
Pero son muchas las personas que no desean una verdadera
libertad. La responsabilidad es un peso. Es más
cómodo ser “secuaces”. Dejar la tarea de
pensar y de decidir a los gobernantes, jefes, dirigentes,
“intelectuales”, gurúes de todo tipo,
personalidades televisivas, etcétera – y darles a
ellos la culpa si no estamos contentos.
Por el otro lado, hay un tipo particular de personas que
ama el poder, les da placer y gozo. Como se dedican con
más energía a los notables esfuerzos y
sacrificios necesarios para tener más poder, a menudo
estas personas llevan las de ganar.
Debemos partir también en este caso, del concepto
básico: hay tantos estúpidos en el poder como
en el resto de la humanidad – y son más
numerosos de lo que creemos. Pero dos cosas son diferentes:
la relación y la actitud.

El poder del poder
Las personas en el poder tienen más poder que las
otras personas. Esta afirmación no es tan obvia como
lo parece. Existen personas aparentemente poderosas que son
mucho menos influyentes que otras menos visibles. En estos
razonamientos debemos evitar ocuparnos de esa
distinción. Independientemente del modo en que el
poder es obtenido y ejercido, o de las apariencias que a
menudo esconden o disfrazan los roles, aquí se trata
del poder real. Esa relación desequilibrada en la cual
algunos tienen más influencia que otros – y en tantas
situaciones pocos pueden hacer bien o mal a muchos.
Una definición fundamental (obvia) establece
que los resultados de un comportamiento no deben ser medidos
desde el punto de vista de quien hace las cosas (o no hace
lo que debiera) sino desde el punto de vista de quien sufre
sus efectos. Una clara consecuencia de este principio es
un desfasaje en las 147;coordenadas cartesianas”. El
daño (o la ventaja) es mucho más grande, en
base al número de personas involucradas y a la
intensidad de las consecuencias de un acto o de una
decisión. Esto que en las habitaciones del poder
aparece como un detalle puede ser un evento importante en la
vida de las “personas comunes”.
Si en una “relación entre iguales” una
persona consigue una ventaja equivalente al daño que
inflige a algún otro, el sistema, en general, permanece
en equilibrio. Obviamente no es así cuando hay una
diferencia de poder.
En teoría, podríamos presumir que si el
porcentaje de estúpidos es el mismo, los efectos del
poder pueden ser balanceados. Pero cuando el poder se ocupa
de un gran número de personas, se pierde todo
equilibrio. Es mucho más difícil escuchar,
entender, medir los efectos y las percepciones. Hay un
“efecto doppler”, un desfasaje, que aumenta el
factor de estupidez. Todos los estudios serios sobre los
sistemas de poder (aun si no tienen en cuenta la estupidez)
ponen en evidencia la necesidad de separar los poderes – y de
formalizar los conflictos de poder para evitar que se
traduzcan en violencia – para evitar que se instaure un
“poder absoluto” (es decir, extrema estupidez).
Este es un problema bastante grande y serio, como para tener
a todos alerta contra cualquier exagerada concentración
de poder – y nos ayuda a entender por qué tantas
cosas están yendo de mal en peor. Pero hay más.

El síndrome del poder
¿Cómo hace una persona para tener poder? A veces
lo logra sin querer. A alguno se le da confianza porque se
confía en esa persona. En ese modo el poder es
atribuido a personas capaces, competentes y con un fuerte
sentido de la responsabilidad. Este proceso tiene buenas
probabilidades de generar poder “inteligente”. Una
situación en la cual las personas elegidas hacen el
bien a sí mismos y aún más a los otros.
A veces se puede arribar al sacrificio, cuando las personas
se hacen daño a sí mismas por el bien de los
otros (si esto es un hecho intencional no siempre coloca a
esas personas en la categoría de los “incautos”
(o “desprovecídos”), porque hay que tener
en cuenta las ventajas morales, incluyendo la estima por uno mismo
y la confianza de los otros, que pueden derivar del consciente sacrificio).
Pero vemos menos ejemplos de “poder inteligente”
de cuanto nos gustaría ver. ¿Por qué?
El motivo es que hay competencia. Competencia por el
poder. Las personas que no buscan el poder como tal, sino que
vigilan más el bien de los otros, tienen menos tiempo
y energías para gastar en la conquista del poder – o
incluso para tratar de conservar el que tienen. Las personas
sedientas de poder, independientemente de sus efectos sobre
la sociedad, se concentran en la lucha por el poder. La mayor
parte de las personas se coloca en algún punto
intermedio entre los dos extremos, con muchas diversas
tonalidades y matices. Pero el elemento manipulador tiende a
ser más agresivo, y por eso adquiere más poder.
También las personas que comienzan con las mejores
intenciones pueden ser constreñidas, con el tiempo, a
dedicar más energías para mantener o acrecentar
su poder – hasta perder de vista sus objetivos iniciales.
Otro elemento, que empeora las cosas, es la
megalomanía. El poder es una droga, un estupefaciente.
Las personas en el poder son inducidas a pensar que porque
están en el poder son mejores, más capaces,
más inteligentes, más sabias que el resto de la
humanidad. También están rodeadas de
cortesanos, secuaces y aprovechadores que refuerzan
continuamente esa ilusión.
El poder es “sexy”. Esto no es sólo un
modo de decir. Hay un instinto en la naturaleza de nuestra
especie que hace sexualmente atractivo a quien tiene poder (o
parece tenerlo). Pese a que las personas empeñadas en
la lucha por el poder tienen, usualmente, poco tiempo y pocas
energías disponibles para una sana vida sexual – o
para ocuparse de emociones, afectos y sentimientos.
Las personas que tienen o buscan el poder no son
más inteligentes, ni más estúpidas, que
las otras. A menudo son hábiles y astutas. Pero si
seguimos el método que mide la estupidez y
la inteligencia en base a los resultados, vemos que hay un
claro desfasaje.

El deseo de poder aumenta el factor estupidez. El efecto
puede ser más o menos grande según la cantidad
de poder (la importancia de los hechos influidos por el poder
y el número de personas que sufren sus consecuencias)
y la intensidad de la competición por el poder.
Esta es la más relevante, si no la única,
excepción a un criterio general. Sigue siendo verdad que
“la probabilidad de que una cierta persona sea estúpida
es independiente de cualquier otra característica de la misma
persona”. Pero el poder, como sistema, es mucho
más estúpido de cuanto puede serlo una sola
“persona común”.
El problema es que el poder puede ser limitado,
controlado y condicionado – pero no se puede eliminar
del todo. La humanidad tiene necesidad de alguien que gobierne.
Las organizaciones necesitan personas que asuman
responsabilidades y esas personas tienen necesidad de un poco
de poder para poder desarrollar su tarea.
En suma, debemos convivir con el poder – y con su
estupidez. Pero eso no significa que debamos aceptarlo,
tolerarlo o sostenerlo. Ni confiar en palabras, promesas o
intenciones declaradas. El poder no merece ser admirado,
reverenciado y ni siquiera respetado si no demuestra
inteligencia práctica en lo que hace a nosotros y al
mundo. No creo que haya una solución
“universal” y estandarizada que pueda resolver
todos los aspectos de este problema. Pero hemos hecho la
mitad del camino si somos conscientes de su existencia – y si
no nos dejamos engañar o seducir por el falso, y a
menudo mentiroso, esplendor del poder...



El tema es ampliado y profundizado en el libro El poder de la estupidez(junio 2010) Tercera parte de “El poder de la estupidez”(La primera y la segunda parte están online)por Giancarlo Livraghigian@gandalf.it abril 2002
Traducción de María Copani y Pino Laurenza
available also in Englishdisponibile
anche in italiano