La Compasión...

miércoles, 29 de junio de 2011

 


¿Cuál es el propósito de la vida? He considerado esta pregunta y me gustaría compartir mis pensamientos con la esperanza de que puedan aportar un beneficio prácti­co y directo a todos aquellos que los lean.

Creo que el propósito de la vida es ser feliz. Desde el momento del nacimiento, cada ser humano busca la felicidad y no quiere el ...sufrimiento. Esto no se ve afectado ni por las condiciones sociales o de educación ni por las ideologías. Desde lo más profundo de nuestro ser, sim­plemente deseamos ser felices.
No sé si el universo con sus incontables galaxias, estrellas y planetas, tiene un sig­nificado más profundo o no, pero en último término está claro que nosotros, seres: humanos que vivimos en esta tierra, nos enfrentamos a la tarea de conseguir una vida feliz. Por ello, es importante descubrir aquello que traiga consigo el mayor grado de felicidad.

CÓMO ALCANZAR LA FELICIDAD

Para empezar, podemos dividir cada tipo de felicidad y sufrimiento en dos categorías principales: mental y física. De las dos, la mente es la que ejerce una mayor influen­cia en la mayoría de nosotros. Exceptuando aquellas si­tuaciones en las que nos encontramos gravemente enfer­mos o sin cobertura para las más básicas necesidades, nuestra condición física desempeña un papel secundario en la vida. Si el cuerpo está satisfecho, virtualmente lo ig­noramos. La mente, sin embargo, registra cada hecho, no importa lo pequeño que sea. Por ello, debemos dedicar nuestros esfuerzos más serios a obtener la paz mental.

Desde mi propia y limitada experiencia, he descu­bierto que el mayor grado de tranquilidad interna viene del desarrollo del amor y la compasión.

Cuanto más nos preocupamos de la felicidad de los demás, mayor es nuestro sentimiento de bienestar. Cultivando un sentimiento cálido, cercano a los demás, auto­máticamente ponemos nuestra mente en un estado de calma. Esto nos ayuda a remover todos aquellos miedos o inseguridades que podamos tener y nos da la fuerza necesaria para enfrentarnos a cualquier obstáculo que surja. Es la fuente última de éxito en la vida.

Mientras vivamos en este mundo, estamos destinados a encontrar problemas. Si en esos momentos perdemos la esperanza y nos desanimamos, disminuiremos nuestra ca­pacidad para enfrentarnos a las adversidades. Si, por otro lado, recordamos que no somos los únicos, sino que todo el mundo debe experimentar sufrimientos, esta perspec­tiva más realista de la situación aumentará nuestra determinación y capacidad para superar los problemas. Es más, con esta actitud, cada nuevo obstáculo puede ser visto como otra oportunidad para mejorar nuestra mente.

Así pues, podemos esforzarnos gradualmente para convertirnos en seres más compasivos, es decir, podemos desarrollar una simpatía genuina por el sufrimiento de los demás conjuntamente con el deseo de ayudarles a re­mover su dolor. Como resultado, aumentará nuestra pro­pia serenidad y fuerza interna.

NUESTRA NECESIDAD DE AMOR

Finalmente, la razón por la que el amor y la compasión traen la mayor felicidad es simplemente porque nuestra naturaleza las aprecia por encima de cualquier otra cosa. La necesidad de amar es la base de la existencia huma­na. Es el resultado de la profunda interdependencia que todos compartimos. No importa lo hábil o capaz que sea un individuo, por si solo él o ella no sobrevivirá. No im­porta lo vigoroso o independiente que uno se sienta du­rante los períodos más brillantes de su vida, cuando uno está enfermo, o es muy joven o muy viejo, debe depen­der de la ayuda de los demás.

La interdependencia, desde luego, es una ley funda­mental de la naturaleza. No solamente las formas de vida más desarrolladas sino también los más diminutos insec­tos son seres sociales quienes, sin ninguna religión, leyes ni educación, sobreviven a través de una cooperación mutua basada en el reconocimiento innato de sus pro­pias interconexiones.

El nivel más sutil de los fenómenos materiales está también gobernado por la interdependencia. Todo fenómeno, desde el planeta en el que habitamos hasta los océanos, nubes, bosques y flores que nos rodean, surge con dependencia de unos modelos muy sutiles de ener­gía. Sin la apropiada interacción, se disuelven y decaen. Es debido a que nuestra propia existencia humana es tan dependiente de la ayuda de los demás por lo que nuestra necesidad de amor está en la base misma de nuestra existencia. Por ello necesitamos un genuino sen­tido de responsabilidad y una preocupación sincera por el bienestar de los demás.

Tenemos que considerar qué es lo que somos real­mente nosotros, los seres humanos. No somos objetos hechos como las máquinas. Si fuéramos meramente en­tidades mecánicas, entonces las mismas máquinas po­drían aliviar todos nuestros sufrimientos y dar solución a nuestras necesidades. Sin embargo, y debido a que no somos criaturas puramente materiales, es un error poner todas nuestras esperanzas de felicidad únicamente en el progreso externo. En su lugar, debemos considerar nuestros orígenes y naturaleza para descubrir qué es lo que necesitamos.

Dejando de lado la compleja cuestión de la creación y la evolución del universo, podemos como mínimo es­tar de acuerdo en que cada uno de nosotros es el pro­ducto de nuestros padres. En términos generales nuestra concepción ocurrió no sólo en el contexto del deseo se­xual sino también en la decisión de nuestros padres de tener un hijo. Estas decisiones están basadas en la res­ponsabilidad y en el altruismo: el compromiso compasiva de los padres en cuidar de su hijo hasta que éste sea capaz de cuidar de sí mismo. Así pues, desde el mismo momento de nuestra concepción, el amor de nuestros padres está directamente involucrado en nuestra crea­ción. Más todavía, nosotros dependemos completamen­te del cuidado de nuestra madre desde las etapas más tempranas de nuestro crecimiento. Según algunos cien­tíficos, el estado mental de una mujer embarazada, sea tranquilo o agitado, tiene un efecto físico directo sobre el niño todavía por nacer.

La expresión del amor es también algo muy impor­tante en el momento del nacimiento. Ya que la primera cosa que hacemos es succionar la leche del pecho de nuestra madre, nos sentimos naturalmente cercanos a ella, y ella debe sentir amor por nosotros a fin de poder­nos alimentar apropiadamente; si nuestra madre siente enfado o resentimiento la leche no fluirá libremente. Luego viene el período crítico del desarrollo del ce­rebro desde el momento del nacimiento hasta, al menos, la edad de 3-4 años, durante el cual el contacto físico y el cariño son los factores más importantes para un normal crecimiento del niño. Si éste no se siente acariciado, abrazado, mimado y querido, su desarrollo se verá per­turbado y su cerebro no madurará apropiadamente. Ya que un niño no puede sobrevivir sin el cuidado de los demás, el amor es el alimento más importante. La felicidad en la infancia, el apaciguamiento de los muchos miedos del niño y el saludable desarrollo de la confianza en sí mismo, todo ello depende directamente del amor. Actualmente muchos niños crecen en familias infeli­ces. Si ellos no reciben el cariño adecuado, más tarde en la vida difícilmente amarán a sus padres y, con frecuen­cia, les será difícil amar a los demás. Esto es muy triste. Cuando el niño crezca y vaya a la escuela, su necesi­dad de ayuda debe encontrar respuesta en sus profeso­res. Si el maestro además de impartir la educación aca­démica asume también la responsabilidad de preparar a sus alumnos para la vida, sus alumnos sentirán confian­za y respeto, y aquello que se les haya enseñado dejará una huella indeleble en sus mentes.

Por otro lado, las enseñanzas recibidas de un maestro que no muestra una auténtica preocupación por el bienestar de sus estudiantes serán recibidas como tempora­les y olvidadas muy pronto. Asimismo, si uno está enfermo y está siendo tratado en un hospital por un médico que demuestra un senti­miento cálido y humano, uno se siente cómodo y el de­seo del doctor de dar la mejor atención posible es en sí mismo curativo, sin importar el grado de habilidad téc­nica que el médico tenga. Por otro lado, si nuestro doc­tor carece de sentimientos humanos y demuestra una ex­presión poco amistosa, de impaciencia o indiferencia, nos sentiremos ansiosos, e incluso cuando él o ella ten­gan todas las cualificaciones, la enfermedad haya sido correctamente diagnosticada y la apropiada medicación prescrita, inevitablemente, los sentimientos del paciente crearán una diferencia en la calidad y la totalidad de su recuperación.

Incluso cuando participamos en una conversación or­dinaria en nuestra vida diaria, si alguien nos habla con sentimiento humano, disfrutamos escuchándole y res­pondemos de la misma manera. La conversación entera se hace interesante, no importa lo poco atrayente que sea el tema. Por otro lado, si una persona habla fría o du­ramente, nos sentimos incómodos y deseamos poner un pronto final al intercambio. El afecto y el respeto de los demás son vitales para nuestra felicidad en cualquier situación al margen de su importancia.

Recientemente me encontré con una pareja de cien­tíficos en América que me comentaron que el porcenta­je de enfermos mentales en su país era bastante elevado, alrededor del 20% de la población. Quedó claro duran­te nuestra discusión que la causa principal de la depre­sión no era la falta de necesidades materiales sino la ca­rencia del afecto de los demás.

Así pues, como se puede ver por lo que he escrito has­ta ahora, una cosa aparece clara para mí: seamos o no conscientes de ello, desde el día de nuestro nacimiento, a necesidad de cariño humano está en nuestra sangre. Incluso si el afecto proviene de un animal o de alguien a quien consideraríamos normalmente un enemigo, to­dos, niños y adultos, gravitarán naturalmente hacia él. Creo que nadie nace libre de la necesidad de amar. Y ello demuestra que los seres humanos no se pueden de­finir como algo puramente físico aunque algunas escue­las modernas del pensamiento busquen hacerla. Ningún objeto material, no importa lo bello o valioso que sea, puede hacernos sentir amados, porque nuestra más pro­funda identidad y auténtico carácter se halla en la natu­raleza subjetiva de la mente.

Algunos de mis amigos me han dicho que, aunque el amor y la compasión son buenos y maravillosos, no son realmente muy relevantes. Nuestro mundo, dicen ellos, no es lugar donde dichas creencias tengan mucha influencia o poder. Ellos declaran que el enfado y el odio son una parte tan integrante de la naturaleza humana que la humanidad estará siempre dominada por ellos. Yo no estoy de acuerdo.

Nosotros, seres humanos, hemos existido con nuestra forma actual durante más de 100.000 años. Creo que si durante este tiempo la mente humana hubiera estado principalmente controlada por el enfado y el odio, el to­tal de la población habría disminuido. Pero hoy, a pesar de nuestras guerras, nos encontramos con que la pobla­ción humana es más numerosa que nunca. Esto me indi­ca claramente que el amor y la compasión predominan en el mundo. Y es por ello por lo que los hechos desagra­dables son «noticia»; las actividades compasivas son de tal forma parte de nuestra vida diaria que las damos por algo supuesto, y por lo tanto, son grandemente ignoradas.

Hasta ahora he venido comentando principalmente los beneficios mentales de la compasión, pero también contribuye a un buen estado de salud física. De acuerdo con mi propia experiencia personal, la estabilidad men­tal y el bienestar físico están relacionados directamente. No hay duda, el enfado y la agitación nos hacen más sus­ceptibles a las enfermedades. Por otro lado, si la mente está tranquila y ocupada en pensamientos positivos, el cuerpo no caerá enfermo tan fácilmente.

Pero, desde luego, es también cierto que todos posee­mos un innato egoísmo que inhibe nuestro amor hacia los demás. Así pues, ya que todos deseamos la felicidad au­téntica que sólo proviene de una mente tranquila, y ya que esta paz mental proviene de una actitud compasiva ¿cómo podemos desarrollarla? Obviamente, no basta con pensar qué bonita es la compasión. Necesitamos hacer un esfuerzo combinado para desarrollarl Debemos utilizar todos los acontecimientos de nuestra vida diaria para transformar nuestros pensamientos y conductas.

Antes que nada debemos tener claro qué es lo que queremos decir con compasión. Muchas formas de sentimientos compasivos se mezclan con el deseo y el apego. Por ejemplo, el amor que los padres sienten por sus hi­jos está a menudo fuertemente asociado a sus propias necesidades emocionales; así pues, no es completamen­te compasivo. De nuevo, en el matrimonio, el amor en­tre marido y mujer, particularmente al principio, cuando cada uno quizá no conoce todavía profundamente el ca­rácter del otro, depende más del apego que del auténti­co amor. Nuestro deseo puede ser tan fuerte que la per­sona a la que estamos apegados nos parece positiva, aun cuando, de hecho, él o ella sean muy negativos. Además, tenemos una tendencia a exagerar las pequeñas cualida­des positivas. Así que cuando la actitud de uno en la pa­reja sufre un cambio, el otro se disgusta y su actitud va­ría también. Esto es una señal de que el amor ha sido motivado más por una necesidad personal que por un cariño auténtico por la otra persona.

La auténtica compasión no es sólo una respuesta emocional, sino un compromiso firme basado en la ra­zón. Así pues, una actitud compasiva auténtica hacia los demás no cambiará incluso cuando ellos se comporten negativamente. Desde luego, desarrollar este tipo de com­pasión es fácil. Para empezar, consideremos los hechos siguientes:

Tanto la gente que es hermosa y afable como la que es fea y destructiva, en último término son seres humanos como yo mismo. Como yo, todos quieren la felicidad y huyen del sufrimiento. Más aún, su deseo de superar el sufrimiento y ser felices es igual al mío. Así, cuando re­conocemos que todos los seres son iguales tanto en su deseo de obtener la felicidad como en el derecho a ob­tenerla, automáticamente sentimos simpatía y cercanía hacia ellos. Así, al ir acostumbrando a nuestra mente a este sentido de altruismo universal, desarrollaremos un sentimiento de responsabilidad hacia los demás: el de­seo de ayudarles activamente a superar sus problemas. Éste no es un deseo selectivo, se aplica por igual a todos. Mientras sean seres humanos que experimentan placer y dolor, lo mismo que nosotros, no hay base lógica para discriminar entre ellos o para alterar nuestra preocupa­ción por ellos si se comportan negativamente.

Quiero enfatizar que está a nuestro alcance, con tiem­po y paciencia, el desarrollar este tipo de compasión.

Desde luego, nuestro egoísmo, nuestro apego al senti­miento de un yo independiente, existe en sí mismo, trabaja fundamentalmente para inhibir nuestra compasión. Aún más, la auténtica compasión se puede experimentar solamente cuando este tipo de apego al yo es eliminado. Pero esto no significa que no podamos empezar y hacer progresos a partir de este mismo momento.

CÓMO PODEMOS EMPEZAR

Debemos empezar removiendo los mayores obstáculos de la compasión: el enfado y el odio. Como todos sabe­mos, son unas emociones extremadamente poderosas y pueden dominar nuestra mente por entero. De todas formas, podemos llegar a controlarlas. Sin embargo, si no dominamos estas emociones negativas, nos persegui­rán como una plaga sin ningún esfuerzo extra por su parte e impedirán nuestra conquista de la felicidad de una mente con amor.

Por ello, para empezar es útil investigar el valor del enfado. A veces, cuando nos desanimamos ante una situación difícil, el enfado parece útil, parece que nos re­porta una mayor energía, confianza y determinación.

Aquí, sin embargo, debemos examinar nuestro esta­do mental cuidadosamente. Mientras es cierto que el enfado proporciona una energía extra, si exploramos la na­turaleza de esta energía, descubriremos que es ciega; no podemos estar seguros de si el resultado será positivo o negativo. Eso es porque el enfado eclipsa la mejor parte de nuestro cerebro: su racionalidad. Así, la energía del enfado es casi siempre poco fiable. Puede causar una gran cantidad de conducta destructiva, desafortunada. Además, si el enfado llega a ser extremo, uno se con­vierte en un loco actuando de forma tan perjudicial para sí mismo como para los demás.

Es posible, sin embargo, desarrollar una energía igual­mente poderosa pero mucho más controlada con la que manejar las vibraciones difíciles.

Esta energía más controlada proviene no sólo de una actitud compasiva sino también de la razón y de la paciencia. Éstos son los antídotos más poderosos contra el enfado. Por desgracia mucha gente prejuzga estas cuali­dades como síntomas de debilidad. Creo, en cambio, que lo contrario es cierto: son signos auténticos de fuerza in­terior. La compasión es por su propia naturaleza gentil, pacífica y suave, pero también muy poderosa. Son los que fácilmente pierden la paciencia quienes son insegu­ros e inestables. Por todo ello, para mí, el surgimiento del enfado es un signo inequívoco de debilidad.

Así, cuando surge un problema, tratas de permanecer humilde y mantener una actitud sincera, preocupándo­te de que la solución sea justa. Desde luego, otros pue­den intentar aprovecharse de ti y si el hecho de que tú mantengas una actitud de desapego sirve sólo para pro­vocar una agresión injusta, en ese caso adopta una pos­tura firme. Esto último debe ser hecho con compasión y, si es necesario expresar tus puntos de vista y tomar me­didas extremas, hazlo, pero sin enfado ni malicia.

Debes darte cuenta de que aun cuando parezca que tus adversarios te están haciendo daño, al final su actitud destructiva sólo les perjudicará a ellos. A fin de controlar nuestro impulso egoísta de devolverles el daño recibido, debemos acordarnos de nuestro deseo de practicar com­pasión y asumir la responsabilidad de ayudar a prevenir que la otra persona sufra las consecuencias de sus actos. Así, debido a que han sido elegidas con calma y refle­xión, las medidas que empleemos serán más efectivas, adecuadas y poderosas. La venganza basada en la ciega energía del enfado rara vez da en el blanco.

AMIGOS y ENEMIGOS

Debo enfatizar de nuevo que el hecho de pensar mera­mente en que la compasión, la razón y la paciencia son beneficiosas no basta para desarrollarlas.

Debemos estar a la espera de las dificultades que van a surgir y entonces intentar practicar con ellas.

¿Y quién crea dichas dificultades? Nuestros amigos no, desde luego, sino nuestros enemigos. Ellos son quienes nos dan los mayores problemas. Así, si realmente queremos aprender, debemos considerar al enemigo como a nuestro mejor maestro.

Para una persona que aprecia la compasión y el amor, la práctica de la tolerancia es esencial, y para ello, un enemigo es imprescindible. Debemos pues sentimos agradecidos hacia nuestros enemigos, ya que son ellos los que mejor nos ayudan a desarrollar una mente tran­quila. También vemos que tanto en la vida pública como en la privada, debido a un cambio en las circunstancias, los enemigos se convierten en amigos.

El enfado y el odio son siempre dañinos, y a no ser que entrenemos nuestras mentes y trabajemos para reducir su fuerza negativa, continuarán perturbando y en­torpeciendo nuestros intentos por desarrollar una men­te en calma. El enfado y el odio son nuestros enemigos reales. Ellos son las fuerzas contra las que debemos pe­lear y vencer, no los enemigos «temporales» que apare­cen intermitentemente a lo largo de nuestra vida.

Desde luego, es natural y correcto que todos quera­mos tener amigos. A menudo hago bromas diciendo que si quieres ser realmente egoísta debes ser muy altruista.

Debes cuidar de los demás, preocuparte por su bienes­tar, ayudarles, servirles, hacer más amigos, sonreír más... ¿El resultado? Cuando tú mismo necesites ayuda encon­trarás a muchos que se brinden a dártela. Si, por otro lado, descuidas el dar felicidad a los demás, en último término tú serás el perdedor.

¿Se crea la amistad por medio de peleas y enfados, ce­los e intensa competencia? No lo creo así. Sólo el afecto nos proporciona auténticos amigos íntimos.

En la sociedad materialista de hoy en día, si tienes di­nero y poder pareces tener muchos amigos. Pero no son amigos tuyos, son amigos de tu dinero y poder. Cuando pierdes tu fortuna e influencia resulta muy difícil encontrar a esa gente.

El problema está en que mientras las cosas en el mun­do nos vayan bien, nos sentimos confiados, creemos que podemos arreglarnos por nosotros mismos y sentimos que no necesitamos amigos, pero cuando nuestra situa­ción y salud declinan, nos damos cuenta rápidamente de cuán equivocados estábamos. Este es el momento en que aprendemos quién nos ayuda realmente y quién no nos es de ninguna utilidad. Así pues, a fin de prepararnos para ese momento, para conseguir amigos auténticos que nos ayudarán cuando surja la necesidad, debemos cultivar nosotros mismos el altruismo.

Aunque a veces la gente se ríe cuando digo esto, yo mismo siempre quiero más amigos. Amo las sonrisas. De­bido a ello tengo el problema de saber cómo hacer ami­gos y cómo conseguir más sonrisas, especialmente sonri­sas genuinas. Ya que hay muchas clases de sonrisas, tales como sonrisas sarcásticas, artificiales o diplomáticas. Hay muchas sonrisas que no crean un sentimiento de satis­facción, y a veces incluso pueden llegar a crear descon­fianza o miedo, ¿no? Pero una sonrisa auténtica real­mente nos crea una sensación de frescor y es, creo, algo exclusivo de los seres humanos. Si ésas son las sonrisas que deseamos, entonces deberemos crear nosotros mis­mos las causas para que surjan.

LA RELACIÓN CON LA IRA Y LA EMOCIÓN

La ira y el odio son dos de nuestros amigos más íntimos.

Cuando era joven tuve una relación bastante estrecha con la ira. Luego, al pasar el tiempo, sentí un gran desa­cuerdo con ella. Utilizando el sentido común, con la ayu­da de la compasión y la sabiduría, ahora tengo un argu­mento más poderoso con que derrotar la ira.

Según mi experiencia, es evidente que si el individuo hace un esfuerzo, puede cambiar. Por supuesto, el cambio no es inmediato y lleva mucho tiempo. Para cambiar y ocuparse de las emociones resulta decisivo analizar qué pensamientos son útiles, constructivos y beneficiosos para nosotros. Me refiero ante todo a esos pensamientos que nos tranquilizan, nos relajan y nos dan paz de espí­ritu, en oposición a los que crean inquietud, miedo y frustración. Este análisis es parecido al que podríamos hacer para cosas externas, como las plantas. Algunas plantas, flores y frutos son buenos para nosotros, así que los usamos y los cultivamos. Las plantas que son veneno­sas o nocivas para nuestra salud aprendemos a recono­cerlas y a veces hasta a destruirlas.

Existe un parecido con el mundo interior. Es dema­siado simplista hablar del «cuerpo» y la «mente». Dentro del cuerpo hay billones de partículas diferentes. Del mis­mo modo, hay muchos pensamientos diferentes y una di­versidad de estados mentales. Resulta aconsejable echar una mirada atenta al mundo de la mente y hacer una dis­tinción entre los estados mentales nocivos y los benefi­ciosos. Una vez que uno reconoce el valor de los estados mentales buenos, puede aumentarlos o fomentarlos.

Buda enseñó los principios de las cuatro nobles ver­dades y éstos forman la base del Dharma. La Tercera Noble Verdad es la extinción. Según Nagarjuna, en este contexto extinción significa el estado mental o la cuali­dad mental que, mediante la práctica y el esfuerzo, sus­pende todas las emociones negativas. Nagarjuna define la verdadera extinción como una situación en la que el individuo ha alcanzado un estado mental perfecto, libre de los efectos de los diversos pensamientos y emociones dolorosos y negativos. Ese estado de verdadera extinción es, según el budismo, un Dharma genuino y por lo tanto es el refugio que todos los budistas practicantes buscan. Buda se convierte en objeto de refugio, digno de respe­to, porque ha alcanzado ese estado. Por lo tanto, la re­verencia que uno siente hacia él, y la razón por la que uno busca refugio en Buda, no es porque éste haya sido desde el principio una persona especial, sino porque ha alcanzado ese estado de verdadera extinción. Del mismo modo, la comunidad espiritual, o sangha, se toma como un objeto de refugio porque sus miembros son indivi­duos que ya están en el camino que conduce al estado de extinción, o lo están emprendiendo.

Descubrimos que el verdadero estado de extinción sólo puede entenderse desde el punto de vista de un estado mental al que se ha liberado o purificado de pen­samientos y emociones negativos por medio de la aplica­ción de antídotos y neutralizantes. La verdadera extin­ción es un estado mental y los factores que conducen a él son también funciones de la mente. Además, la base sobre la que se realiza la purificación es el contínuum mental. Por lo tanto, la comprensión de la naturaleza de la mente es decisiva para la práctica budista. Con esto no quiero decir que todo lo que existe es simplemente un reflejo o proyección de la mente, y que aparte de la men­te nada existe. Pero debido a la importancia que la com­prensión de la naturaleza de la mente tiene en la prácti­ca budista, la gente describe a menudo el budismo como «una ciencia de la mente».

En términos generales, en la literatura budista, un pensamiento o una emoción negativos se definen como «un estado que ocasiona perturbación dentro de la men­te». Esas emociones y pensamientos dolorosos son los factores que crean infelicidad y desorden dentro de no­sotros. La emoción por lo general no es necesariamente negativa. En un congreso científico al que asistí junto con muchos psicólogos y neurólogos, se llegó a la conclusión de que hasta los Budas tienen emoción, según la definición de este estado de ánimo que aparece en di­versas disciplinas científicas. Por lo tanto, podemos ha­blar de káruna (bondad o compasión infinitas) como un tipo de emoción.

Desde luego, las emociones pueden ser positivas y ne­gativas. Sin embargo, cuando se habla de ira, etcétera, nos referimos a emociones negativas, que inmediata­mente crean algún tipo de infelicidad o inquietud y que, a largo plazo, crean ciertas acciones. Esas acciones llevan con el tiempo a dañar a otros, y eso nos acarrea dolor o sufrimiento. A eso llamamos emociones negativas.

Una emoción negativa es la ira. Quizá hay dos clases de ira. A una de ellas se la podría transformar en una emoción positiva. Por ejemplo, si uno tiene un interés y una motivación compasiva sincera por alguien y esa per­sona no escucha nuestras advertencias acerca de sus acciones, entonces no hay otra alternativa que el uso de algún tipo de fuerza para detener las fechorías de esa persona. En la práctica de Tantrayana hay técnicas de meditación que permiten transformar la energía de la ira. Ésa es la razón de las deidades coléricas. Sobre la base de la motivación compasiva, la ira puede en algunos casos ser útil porque nos da una energía adicional y nos permite actuar velozmente.

Sin embargo, la ira comúnmente conduce al odio y el odio es siempre negativo. El odio abriga rencor. Yo normalmente analizo la ira en dos niveles: en el nivel humano básico y en el nivel budista. Desde el nivel huma­no, sin ninguna referencia a una ideología o a una tra­dición religiosa, podemos observar las fuentes de nues­tra felicidad: la salud, las comodidades materiales y las buenas compañías. Ahora bien, desde el punto de vista de la salud, las emociones negativas como el odio son muy malas. Como la gente por lo general trata de cui­darse la salud, la actitud mental es una técnica que pue­de utilizar. El estado mental de uno debería ser siempre tranquilo. Aunque aparezca alguna angustia, como es natural en la vida, uno debería mantenerse siempre tranquilo. Como una ola, que se levanta desde el agua y vuelve a disolverse en el mar, estas perturbaciones son muy cortas, así que no deberían afectar a nuestra actitud mental básica. Aunque no podemos eliminar todas las emociones negativas, si nuestra actitud mental básica es saludable y tranquila, no se verá muy afectada. Si uno se mantiene tranquilo, la presión sanguínea, etcétera, es más normal y como consecuencia nuestra salud mejora­rá. Aunque no pueda explicarlo científicamente, creo que mi propia condición física mejora a medida que en­vejezco. Tomo los mismos medicamentos, tengo el mis­mo médico, como los mismos alimentos, así que la razón debe de ser mi estado mental. Algunas personas me di­cen: «Usted debe de tener algún tipo especial de reme­dio tibetano». ¡Pues no!

Como he dicho antes, de joven era bastante irritable. A veces disculpaba esto diciendo que era porque mi padre era irritable, como si se tratara de algo genético. Pero al pasar el tiempo, pienso que ahora casi no siento odio hacia nadie; ni siquiera hacia los chinos que crean desdicha y sufrimiento a los tibetanos siento realmente ningún tipo de odio.

Algunos de mis amigos íntimos tienen presión san­guínea alta, y sin embargo nunca sufren crisis de salud y jamás se sienten cansados. A lo largo de los años he co­nocido a algunos adeptos muy buenos. Mientras tanto, hay otros amigos que disfrutan de grandes comodida­des materiales y que cuando empezamos a hablar, des­pués de las amabilidades iniciales, se ponen a quejarse y a lamentarse. A pesar de su prosperidad material, esas personas no tienen mentes tranquilas o pacíficas. ¡En consecuencia, siempre se están preocupando de la di­gestión, del sueño, de todo! Por lo tanto, resulta claro que la tranquilidad mental es un factor muy importante para la buena salud. Si uno quiere buena salud, no tiene que buscar a un médico, sino mirar dentro de sí mismo. Tratemos de utilizar algo de nuestro potencial. ¡Incluso resulta más barato!

La segunda fuente de felicidad son los bienes mate­riales. A veces, al despertarme temprano por la mañana, si no estoy de muy buen humor, cuando miro el reloj me siento incómodo. y otros días, debido quizá a la experiencia de la jornada anterior, cuando me despierto estoy de un humor agradable y tranquilo. Entonces, cuando miro el reloj lo encuentro extraordinariamente hermoso. Sin embargo, se trata del mismo reloj, ¿no es así? La di­ferencia está en mi actitud mental. Que el uso de los bie­nes materiales proporcione o no una auténtica satisfac­ción depende de nuestra actitud mental.

Es malo para nuestros bienes materiales que la ira do­mine nuestra mente. Para volver sobre mi propia experiencia, cuando era joven a veces reparaba relojes. Lo in­tentaba y fracasaba una y otra vez. En algunas ocasiones perdía la paciencia y golpeaba el reloj. Durante esos mo­mentos, la ira alteraba toda mi actitud y después me sen­tía muy arrepentido de mis acciones. Si mi meta era re­parar el reloj, ¿por qué lo golpeaba contra la mesa? De nuevo vemos cuán decisiva es la actitud mental a la hora de utilizar los bienes materiales para nuestro auténtico beneficio o satisfacción.

Nuestros compañeros son la tercera fuente de felici­dad. Resulta evidente que cuando uno está mentalmen­te tranquilo, se muestra sincero y abierto. Daré un ejem­plo. Hace unos catorce o quince años, había un inglés llamado Phillips que tenía una estrecha relación con el gobierno chino, incluso con Chu En-lai y otros líderes. Hacía muchos años que los conocía y era muy amigo de los chinos. Una vez, en 1977 o 1978, Phillips vino a Dha­ramsala a verme. Trajo algunas películas y me habló de todos los aspectos buenos de China. Al comienzo de la reunión había un gran desacuerdo entre nosotros, por­que teníamos opiniones completamente diferentes. Se­gún él, la presencia de los chinos en el Tíbet era buena. En mi opinión, y según muchos informes, la situación no era buena. Como de costumbre, yo no tenía ningún sen­timiento negativo particular hacia él. Simplemente creía que Phillips defendía ese punto de vista a causa de su ig­norancia. Con mente abierta, seguimos conversando. Yo sostenía que los tibetanos que se habían unido al Parti­do Comunista chino ya en 1930 y que habían participa­do en la guerra chinojaponesa y habían acogido bien la invasión china y colaborado entusiasmados con los co­munistas chinos, lo habían hecho porque creían que era una oportunidad de oro para desarrollar el Tíbet, desde el punto de vista de la ideología marxista. Esas personas habían colaborado con los chinos movidas por una au­téntica esperanza. Entonces, alrededor de 1956 o 1957, la mayoría de ellas fueron despedidas de diversos cargos públicos chinos, algunas fueron encarceladas y otras de­saparecieron. Le expliqué entonces que no somos ni an­tichinos ni anticomunistas. En realidad, yo a veces me siento mitad marxista, mitad budista. Le expliqué todas esas cosas con franqueza y motivación sinceras y después de algún tiempo su actitud cambió por completo. Este ejemplo me confirma de algún modo que incluso cuan­do hay una diferencia grande de opinión, uno puede co­municarse en un nivel humano. Se pueden dejar a un lado esas diferentes opiniones y conversar. Pienso que ésa es una manera de crear sentimientos positivos en las mentes de otras personas.

Además, estoy bastante seguro de que si este decimo­cuarto Dalai Lama sonriera menos, quizá yo tendría menos amigos en diversos lugares. Mi actitud hacia otras personas es mirarlas siempre desde el nivel humano. En ese nivel, sea presidente, reina o pordiosero, no hay di­ferencia, a condición de que exista un sincero senti­miento humano con una sincera sonrisa de afecto.

Pienso que hay más valor en el auténtico sentimiento humano que en el estatus, etcétera. No soy más que un simple ser humano. Mediante mi experiencia y discipli­na mental, he desarrollado una cierta actitud nueva. Eso no es nada especial. Usted, que supongo que ha tenido una mejor educación y más experiencia que yo, cuenta con un potencial mayor para cambiar. Vengo de una al­dea pequeña sin educación moderna y sin un conoci­miento profundo del mundo. Además, desde los quince o dieciséis años he llevado una inconcebible carga. Por lo tanto, cada uno de ustedes debería sentir que tiene un gran potencial y que, con confianza y un poco más de es­fuerzo, el cambio es realmente posible si lo desea. Si siente que su modo de vida actual es desagradable o tie­ne algunas dificultades, no mire estas cosas negativas. Vea el lado positivo, el potencial, y haga un esfuerzo.

Pienso que a esas alturas ya hay algún tipo de garantía parcial de éxito. Si utilizamos toda nuestra energía o to­das nuestras cualidades positivas, podemos superar esos problemas humanos.

Así, en cuanto a nuestro contacto con otros seres hu­manos, nuestra actitud mental es muy decisiva. Hasta para un no creyente, para un simple y honrado ser hu­mano, la fuente definitiva de felicidad está en nuestra actitud mental. Aunque uno tenga buena salud, bienes ma­teriales usados de manera apropiada y buenas relaciones con otros seres humanos, la causa principal de una vida feliz está dentro de uno. Si se tiene más dinero a veces aumentan las preocupaciones y se quiere todavía más. Fi­nalmente uno se convierte en un esclavo del dinero. Aunque resulta muy útil y necesario, no es la fuente de­finitiva de la felicidad. Del mismo modo, la educación, si no está bien equilibrada, puede crear a veces más pro­blemas, más angustia, más codicia, más deseo y más am­bición: en suma, más sufrimiento mental. También los amigos son a veces muy molestos.

Ahora ve usted cómo minimizar la ira y el odio. Prime­ro, es sumamente importante darse cuenta de la negatividad de esas emociones en general, ante todo el odio. Pienso que es el enemigo mayor. Por «enemigo» entien­do la persona o factor que directa o indirectamente des­truye nuestro interés, aquello que a fin de cuentas crea felicidad.

También podemos hablar del enemigo externo. Por ejemplo, en mi caso, nuestros hermanos y hermanas chinos están destruyendo los derechos tibetanos y, de esa manera, se produce más sufrimiento y angustia. Pero por fuerte que sea eso, no puede destruir la fuente supre­ma de mi felicidad, que es mi tranquilidad de espíritu. Eso es algo que un enemigo externo no puede aniquilar. Pueden invadir nuestro país, pueden destruir nuestros bienes, pueden matar a nuestros amigos, pero todo eso es secundario para la felicidad mental. La fuente defini­tiva de mi felicidad mental es mi paz de espíritu. Nada puede destruir eso, excepto mi propia ira.

Además, uno puede huir u ocultarse de un enemigo externo y a veces hasta se puede engañar al enemigo. Por ejemplo, si alguien perturba mi paz mental, puedo huir cerrando la puerta y quedándome tranquilamente solo. ¡Pero con la ira no puedo hacer eso! Dondequiera que vaya, está siempre allí. Aunque haya cerrado la ha­bitación, la ira sigue estando dentro de mí. A menos que uno adopte cierto método, no hay posibilidad de huir. Por lo tanto, el odio, o la ira -y aquí me refiero a la ira negativa-, es a fin de cuentas el auténtico destructor de mi paz mental, y es por lo tanto mi verdadero enemigo.

Algunas personas creen que reprimir la emoción no es bueno, que es mucho mejor dejada salir. Creo que hay diferencias entre diversas emociones negativas. Por ejemplo, en lo que respecta a la frustración, existe un cierto tipo que aparece como resultado de sucesos pasa­dos. A veces, si se ocultan esos sucesos negativos, como por ejemplo el abuso sexual, consciente o inconsciente­mente eso crea problemas. Por lo tanto, en ese caso es mucho mejor expresar la frustración y dejarla salir. Sin embargo, según nuestra experiencia con la ira, si no se hace un esfuerzo por reducirla, sigue acompañándonos y hasta aumenta. Entonces nos enfadamos incluso ante pequeños incidentes. Una vez que uno intenta controlar o disciplinar la ira, con el tiempo ni siquiera los sucesos importantes lograrán despertarla. Mediante el entrena­miento y la disciplina se puede cambiar.

Cuando viene la ira hay una técnica importante que ayuda a conservar la paz mental. Uno debe tratar de no sentirse descontento o frustrado, porque ésa es la causa de la ira y el odio. Hay una relación natural entre causa y efecto. Una vez que se cumplen ciertas causas y condi­ciones, resulta sumamente difícil impedir que el proceso causal se cumpla. Examinar la situación es decisivo para poder detener el proceso causal en una etapa muy tem­prana. Entonces no llega a la etapa avanzada. En el texto budista Guía del modo de vida Bodhisattva, el gran erudito Shantideva dice que es muy importante asegu­rarse de que una persona no se meta en una situación que lleve al descontento, porque éste es la semilla de la ira. Eso significa que hay que adoptar una cierta actitud hacia los propios bienes materiales, hacia los compañe­ros y amigos, y hacia las diversas situaciones.

Nuestros sentimientos de descontento, infelicidad, pérdida de esperanza, etcétera, están de hecho relacionados con todos los fenómenos. Si no adoptamos la ac­titud correcta, es posible que todas y cada una de las co­sas nos provoquen frustración. A algunas personas hasta el nombre del Buda podría ocasionarles ira y frustración, aunque quizá no sea ése el caso cuando alguien tiene un encuentro personal directo con un Buda. Por lo tanto, todos los fenómenos tienen el potencial de crear frustración y descontento en nosotros. No obstante, los fe­nómenos son parte de la realidad y nosotros estamos su­jetos a las leyes de la existencia. Eso, entonces, nos deja una sola opción: cambiar nuestra propia actitud. Produ­ciendo un cambio en nuestra actitud hacia las cosas y los acontecimientos, todos los fenómenos pueden llegar a ser amigos o fuentes de felicidad, en vez de enemigos o fuentes de frustración.

Un caso particular es el de un enemigo. Por supues­to, en un sentido, tener un enemigo es muy malo. Per­turba nuestra paz mental y destruye algunas de nuestras cosas buenas. Pero si lo miramos desde otro ángulo, sólo un enemigo nos da la oportunidad de ejercitar la paciencia. Ningún otro nos ofrece la oportunidad de la tolerancia. Por ejemplo, como budista, pienso que Buda no se ocupó en absoluto de darnos la oportuni­dad de ejercitar la tolerancia y la paciencia. Algunos miembros de la sangha nos la pueden dar, pero por lo demás es bastante rara. Como no conocemos a la mayo­ría de los cinco mil millones de seres humanos que pue­blan esta Tierra, la mayoría de las personas no nos dan la oportunidad de mostrar tolerancia o paciencia. Sólo la gente que conocemos y que nos crea problemas nos ofrece realmente una buena oportunidad para ejercitar la tolerancia y la paciencia.

Visto desde este ángulo, el enemigo es el más grande maestro para nuestra práctica. Shantideva sostiene muy brillantemente que los enemigos, o los que nos hacen daño, son en realidad objetos dignos de respeto y dignos de ser considerados nuestros preciosos maestros. Uno podría protestar diciendo que no podemos considerar a los enemigos dignos de respeto porque no tienen inten­ción de ayudamos; el hecho de que nos resulten útiles y beneficiosos no es más que una coincidencia. Shantide­va dice que si es así, por qué debemos, como budistas practicantes, considerar el estado de extinción como un objeto digno de refugio cuando es un mero estado men­tal y no tiene por su parte ninguna intención de ayudar­nos. Uno podría entonces decir que aunque eso es cier­to, por lo menos en la extinción no hay intención de dañarnos, mientras que los enemigos, muy lejos de tener la intención de ayudarnos, en realidad piensan dañar­nos. Por lo tanto, un enemigo no es un objeto digno de respeto. Shantideva dice que es esa misma intención de dañarnos lo que convierte al enemigo en algo muy espe­cial. Si no tuviera intención de dañarnos, no clasificaría­mos a esa persona como un enemigo, y por lo tanto nuestra actitud sería completamente diferente. Es esa in­tención de dañarnos lo que convierte a esa persona en un enemigo y a causa de eso nos da una oportunidad de ejercitar la tolerancia paciente. Por lo tanto un enemigo es un precioso maestro. Pensando de ese modo, uno puede reducir las emociones mentales nega­tivas, en especial el odio.

A veces la gente siente que la ira es útil porque crea audacia y energía adicionales. Cuando encontramos di­ficultades, podemos creer que la ira nos protege. Pero aunque nos da más energía, ésta es esencialmente ciega. No hay ninguna garantía de que la ira y la energía no se vuelvan destructivas para nuestros propios intereses. Por lo tanto, el odio y la ira no son nada útiles. Otra cuestión es que si uno siempre tiene una actitud humilde otros pueden aprovecharse, y ¿cómo debería reaccionar uno? Es bastante sencillo: hay que actuar con sabiduría o sentido común, sin ira y sin odio. Si la situa­ción es tal que hace falta algún tipo de acción por nues­tra parte, se puede, sin ira, contrarreaccionar. En reali­dad, esas acciones que se rigen más por la auténtica sabiduría que por la ira son de hecho más eficaces. Una contrarreacción en medio de la ira puede con frecuen­cia ser mala. En una sociedad muy competitiva, es a ve­ces necesario contrarreaccionar. Examinemos otra vez la situación tibetana. Como he dicho, seguimos un camino auténticamente no violento y compasivo, pero eso no significa que vayamos a someternos a la acción de los agresores y ceder. Sin ira y sin odio, podemos regirnos con mayor eficacia.

Hay otro tipo de práctica de la tolerancia que impli­ca cargar conscientemente con los sufrimientos de otros. Pienso en situaciones en las que, por participar en ciertas actividades, somos conscientes de las privaciones, las dificultades y los problemas a corto plazo, pero esta­mos convencidos de que tales acciones tendrán un efec­to muy beneficioso a largo plazo. Debido a nuestra acti­tud y a nuestro compromiso y deseo de producir ese beneficio a largo plazo, a veces consciente y deliberada­mente cargamos con las privaciones y problemas de a corto plazo.

Uno de los medios eficaces por los que se pueden su­perar las fuerzas de emociones negativas como la ira y el odio es cultivar fuerzas opuestas, por ejemplo cualidades positivas de la mente como el amor y la compasión.

DAR Y RECIBIR

La compasión es la cosa más maravillosa y preciosa. Cuando hablamos de la compasión, resulta alentador observar que la naturaleza humana básica es, creo, com­pasiva y amable. A veces discuto con amigos que creen que la naturaleza humana es más negativa y agresiva. Yo sostengo que si se estudia la estructura del cuerpo hu­mano se ve que es parecido al de esas especies de mamí­feros cuyo modo de vida es más benévolo o pacífico. A veces bromeo a medias diciendo que nuestras manos es­tán hechas de tal manera que sirven más para abrazar que para golpear. Si estuvieran hechas principalmente para golpear, estos hermosos dedos no serían necesarios. Por ejemplo, si los dedos permanecen extendidos, los boxeadores no pueden golpear con fuerza, así que tie­nen que cerrar el puño. Eso significa, pienso, que nues­tra estructura física básica crea una especie de naturale­za compasiva o benévola.

Si nos fijamos en las relaciones, el matrimonio y la concepción son muy importantes. Como dije antes, el matrimonio no debe basarse en un amor ciego o en un tipo de amor loco extremo; debe basarse en un conocimiento mutuo y en la comprensión de que se está en condiciones de convivir. El matrimonio no es para la sa­tisfacción temporal, sino para algún tipo de sentido de responsabilidad. Ése es el verdadero amor, y la base del matrimonio.

La concepción apropiada de un niño se produce en ese tipo de actitud mental o moral. Mientras el niño está en la matriz materna, la tranquilidad mental de la madre tiene un efecto muy positivo sobre el niño nonato, según algunos científicos. Si el estado mental de la madre es negativo, por ejemplo si está frustrada o enfadada, eso es muy nocivo para el sano desarrollo del niño. Un cientí­fico me contó que las primeras Semanas después del na­cimiento son el período más importante, pues durante ese tiempo el cerebro del niño se agranda. Durante esa época, el contacto con la madre o con alguien que cum­pla el papel de madre es decisivo. Eso demuestra que aunque el niño no puede darse cuenta de quién es quién, de algún modo necesita físicamente el afecto de otro. Una carencia de ese tipo es muy perjudicial para el sano desarrollo del cerebro.

Después del nacimiento, el primer acto de la madre es nutrir al niño con su leche. Si aquélla carece de afec­to o de sentimientos bondadosos hacia el niño, la leche no sale. Si la madre alimenta al bebé con sentimientos bondadosos, aunque sufra dolor o enfermedad, la leche sale generosamente. Ese tipo de actitud es como una joya preciosa. Por otra parte, si el niño carece de alguna clase de sentimiento estrecho hacia la madre, puede no mamar. Eso demuestra cuán maravilloso es el acto de afecto por ambas partes. Ése es el principio de nuestras vidas.

Igualmente en el caso de la educación, la experiencia me dice que esas lecciones que aprendemos de maestros que no sólo son buenos sino que además demuestran afecto por el alumno, calan de un modo profundo en nuestras mentes, cosa que tal vez no ocurre con las lec­ciones de otro tipo de maestros. Aunque uno pueda es­tar obligado a estudiar, y pueda temer al maestro, esas lecciones quizá no tienen demasiado efecto. Depende mucho del afecto del maestro.

Del mismo modo, cuando vamos a un hospital, con independencia de la calidad del médico, si éste nos muestra un sentimiento genuino y un interés profundo, y si nos sonríe, nos sentimos bien. Pero si el médico muestra poco afecto humano, aunque sea un gran ex­perto, quizá nos sentimos inseguros y nerviosos. Así es la naturaleza humana.

Por último, podemos reflexionar acerca de nuestras vidas. Cuando somos jóvenes, y de nuevo cuando somos viejos, dependemos mucho del afecto de los demás. En­tre esas etapas normalmente sentimos que podemos ha­cerlo todo sin ayuda de otros y que el afecto de los de­más simplemente no es importante. Pero pienso que es muy importante conservar un afecto humano profundo en esa etapa. Cuando la gente en una ciudad o pueblo grande se siente sola, no significa que carezca de com­pañía humana, sino más bien que carece de afecto hu­mano. Como consecuencia de eso, su salud mental llega con el tiempo a ser muy frágil. Por otra parte, las perso­nas que crecen en una atmósfera de afecto humano tie­nen un desarrollo corporal, mental y de conducta mu­cho más positivo y apacible. Los niños que han crecido sin esa atmósfera tienen comúnmente actitudes más ne­gativas. Eso muestra muy claramente la naturaleza hu­mana básica. También el cuerpo humano, como dije an­tes, aprecia la paz mental. Las cosas que nos perturban tienen un efecto muy malo sobre nuestra salud. Lo que demuestra que la estructura de nuestra salud es tal que está hecha para una atmósfera de afecto humano. Por lo tanto, nuestro potencial de compasión está allí. Lo úni­co que falta es saber si nos damos cuenta de eso y lo uti­lizamos.

El propósito básico de mi explicación es mostrar que por naturaleza somos compasivos, que la compasión es algo muy necesario y algo que podemos desarrollar. Es importante saber el significado exacto de la compasión. Diferentes tradiciones y filosofías tienen distintas inter­pretaciones del significado de amor y compasión. Algu­nos de mis amigos cristianos creen que el amor no se puede desarrollar sin la gracia de Dios; en otras palabras, para desarrollar el amor y la compasión es necesaria la fe. La interpretación budista es que la auténtica compa­sión se basa en una clara aceptación o reconocimiento de que los demás, como uno mismo, quieren la felicidad y tienen derecho a vencer el dolor. Sobre esa base uno desarrolla algún tipo de interés en el bienestar de los de­más, con independencia de la actitud que tenga sobre sí mismo. Eso es la compasión.

En muchos casos, el amor y la compasión que uno siente hacia los amigos es en realidad apego. Ese senti­miento no se basa en la comprensión de que todos los se­res tienen el mismo derecho a ser felices y a vencer el do­lor. Se basa, en cambio, en la idea de que algo es «mío», «mi amigo» o algo bueno para «mí». Eso es apego. Así, cuando la actitud de esa persona hacia uno cambia, nuestro sentimiento de cercanía desaparece inmediata­mente. Con la otra actitud, uno desarrolla algún tipo de interés con independencia de la actitud de la otra per­sona hacia uno, simplemente porque esa persona tam­bién es un ser humano y tiene todo el derecho a superar el dolor. Si se vuelve neutral con uno o incluso llega a ser nuestro enemigo, nuestro interés debería seguir siendo el mismo para respetar sus derechos. Ésa es la principal diferencia. La auténtica compasión es mucho más sana; es imparcial y se basa en la razón. Por contraste, el ape­go es intolerante y parcial.

En realidad, la auténtica compasión y el apego son contradictorios. Según la práctica budista, para desarro­llar la auténtica compasión primero hay que practicar la meditación del equilibrio y la ecuanimidad, despegán­dose de las personas que están muy cerca. Entonces uno debe borrar los sentimientos negativos que tiene hacia los enemigos. Todos los seres sensibles deberían ser con­siderados iguales. Sobre esa base, se puede desarrollar gradualmente una auténtica compasión por todos ellos. Debemos aclarar que la auténtica compasión no se pa­rece a la lástima ni al sentimiento de que los demás son de algún modo inferiores. En realidad, con la auténtica compasión uno considera a los otros más importantes que uno mismo.

Como señalé antes, para generar una auténtica com­pasión, ante todo hay que pasar por el entrenamiento de la ecuanimidad. Eso se transforma en algo muy impor­tante porque sin un sentido de ecuanimidad hacia todos, nuestros sentimientos hacia los demás no serán impar­ciales. Por lo tanto, daré ahora un ejemplo breve de un ejercicio budista de meditación sobre cómo desarrollar la ecuanimidad. Primero se debe pensar en un pequeño grupo de personas de su entorno, por ejemplo los ami­gos y los parientes, con los que se tiene apego. Segundo, se debe pensar en algunas personas hacia las que uno siente una total indiferencia. Y tercero, pensar en algu­nas personas hacia las que se siente antipatía. Una vez que se han imaginado todas esas personas diferentes, hay que dejar que la mente entre en su estado natural y ver cómo respondería normalmente a un encuentro con esas personas. Observamos que la reacción natural es la de apego hacia los amigos, aversión hacia las personas que consideramos enemigas y total indiferencia hacia las que juzgamos neutrales. Entonces hay que tratar de in­terrogarse. Hay que comparar los efectos de las dos actitudes opuestas que uno tiene hacia los amigos y los ene­migos, y ver por qué desarrolla estados mentales tan fluctuantes hacia esos dos diferentes grupos de personas. Hay que ver qué efectos tienen esas reacciones sobre la mente y tratar de entender la inutilidad de relacionarse con ellos de una manera tan extrema. Ya he discutido los pros y los contras de abrigar odio y generar ira hacia los enemigos, y también he hablado un poco sobre los defectos de estar demasiado atado a los amigos, etcétera. Uno debe reflexionar y tratar de minimizar las fuertes emociones hacia esos dos grupos opuestos de personas. Entonces, y lo que es más importante, debe reflexionar sobre la igualdad fundamental entre uno mismo y todos los demás seres sensibles. Así como uno tiene el deseo natural instintivo de ser feliz y vencer el dolor, lo mismo les ocurre a todos los seres sensibles; así como uno tiene derecho a satisfacer esa aspiración innata, lo mismo les ocurre a todos los seres sensibles. Entonces, ¿exacta­mente en qué nos basamos para nuestras discriminacio­nes?

Si observamos la humanidad en su conjunto, veremos que somos animales sociales. Además, las estructuras de la economía moderna, la educación, etcétera, nos mues­tran que el mundo se ha convertido en un lugar más pe­queño y que dependemos mucho unos de otros. En esas circunstancias, pienso que la única opción es vivir y tra­bajar juntos en armonía y mantener en nuestras mentes el interés por toda la humanidad. Ésa es la única actitud, el único camino, que debemos adoptar para nuestra su­pervivencia.

Por naturaleza, especialmente como ser humano, mis intereses no son independientes de los de las otras personas. Mi felicidad depende de la de los demás. Por lo tanto, cuando veo a gente feliz, automáticamente me siento también un poco más feliz que cuando veo a personas en una situación difícil. Por ejemplo, cuando la televisión nos muestra a personas que se mueren de ham­bre en Somalia, incluso viejos y niños, automáticamente nos sentimos tristes, sin considerar si esa tristeza puede conducir o no a algún tipo de ayuda activa.

Además, en nuestra vida cotidiana utilizamos ahora muchas y excelentes comodidades, por ejemplo casas con aire acondicionado. Todas esas cosas o comodida­des llegaron a ser posibles no por nuestra intervención, sino por la intervención directa o indirecta de muchas otras personas. Todo llega al mismo tiempo. Es imposible volver al modo de vida de hace algunos siglos, cuan­do dependíamos de instrumentos sencillos y no de to­das esas máquinas. Es evidente que las comodidades de las que ahora disfrutamos son producto de la actividad de muchas personas. Durante veinticuatro horas, inclu­so mientras dormimos, hay mucha gente trabajando, entre otras cosas en la preparación de nuestros alimen­tos, especialmente los que consumirán los no vegetaria­nos. La fama es decididamente un producto de otras personas: sin la presencia de otras personas el concepto de fama ni siquiera tendría sentido. Además, los intere­ses de Europa dependen de los intereses de América, y los intereses de Europa occidental dependen de la si­tuación económica de Europa oriental. Cada continen­te depende enormemente de los demás; ésa es la reali­dad. Así, muchas de las cosas que deseamos, como la riqueza, la fama, etcétera, no podrían concretarse sin la participación y cooperación activa o indirecta de mu­chas otras personas.

Por lo tanto, como todos tenemos el mismo derecho a ser felices y estamos mutuamente vinculados, por importante que sea un individuo, lógicamente el interés de los otros cinco mil millones de personas que hay en el planeta es más importante que el de una sola persona. Siguiendo este razonamiento, uno puede llegar a tener un sentido de responsabilidad planetario. Los proble­mas ambientales modernos, como la destrucción de la capa de ozono, nos muestran también de un modo claro la necesidad de la cooperación planetaria. Parece que, con el desarrollo, el mundo entero se ha vuelto mucho más pequeño, pero el conocimiento humano todavía marcha por detrás.

No se trata de una práctica religiosa, se trata del futu­ro de la humanidad. Este tipo de actitud más amplia o altruista es muy adecuada en el mundo de hoy. Si mira­mos la situación desde varios ángulos, por ejemplo des­de la complejidad y la interconexión de la naturaleza de la existencia moderna, notaremos poco a poco un cam­bio en nuestra actitud, de modo que cuando digamos «los otros» y cuando pensemos en ellos, no los rechaza­remos como algo que nada tiene que ver con nosotros. Nunca más nos sentiremos indiferentes.

Si sólo se piensa en uno mismo, si se olvidan los de­rechos y el bienestar de los demás o, peor todavía, si se explota a los demás, finalmente se pierde. Ya no habrá amigos que muestren interés por nuestro bienestar. Incluso, si sufrimos una tragedia, en vez de preocuparse, los demás hasta pueden alegrarse en secreto. Por con­traste, si un individuo es compasivo y altruista y está pen­diente de los intereses de los demás, conozca o no a mu­cha gente, allí donde vaya hará amigos. Y cuando esa persona afronte una tragedia, muchos serán los que acu­dirán a ayudarla.

Una verdadera amistad se desarrolla a base de autén­tico afecto humano, no de dinero o poder. Por supuesto, el poder o la riqueza pueden atraer a más personas con grandes sonrisas o con regalos. Pero en el fondo ésos no son amigos verdaderos; son amigos de la riqueza o del poder. Mientras dure la fortuna, esas personas se acerca­rán con frecuencia. Pero cuando la fortuna disminuya, dejarán de estar allí. Con ese tipo de amigos, nadie hará un esfuerzo sincero por ayudarnos si lo necesitamos. Ésa es la realidad.

La verdadera amistad humana se basa en el afecto hu­mano, sea cual sea nuestra posición. Por lo tanto, cuan­to más interés mostremos por el bienestar y los derechos de los demás, más verdaderos amigos seremos. Cuanto más abierto y sincero sea uno, más beneficios obtendrá.

Si uno olvida a los demás o no se preocupa por ellos, fi­nalmente pierde lo que ha conseguido. Así que a veces digo a la gente que si realmente vamos a ser egoístas, el egoísmo sabio es mucho mejor que el egoísmo ignoran­te y terco.

Para los practicantes budistas, el cultivo de la sabidu­ría es también muy importante; me refiero a la sabiduría que comprende Shunya, la naturaleza última de la reali­dad. La comprensión de Shunya nos da al menos una es­pecie de sentido positivo de la extinción. Una vez que se tiene algún tipo de sensación de la posibilidad de extin­ción, resulta evidente que el sufrimiento no es definitivo y que hay una alternativa. Si la hay, merece la pena hacer un esfuerzo. Si sólo existen dos de las cuatro nobles ver­dades de Buda, el sufrimiento y la causa del sufrimiento, no hay mucho sentido. Pero las otras dos nobles verda­des, incluida la extinción, apuntan hacia una forma al­ternativa de existencia. Existe la posibilidad de que el su­frimiento acabe. De ser así, vale la pena entender la naturaleza del sufrimiento. Por lo tanto, la sabiduría es sumamente importante para aumentar infinitamente la compasión.

Así es, entonces, como se aborda la práctica del bu­dismo: se aplica la facultad del conocimiento, usando la inteligencia y la comprensión de la naturaleza de la rea­lidad junto con hábiles medios para generar compasión. Pienso que en la vida diaria y en todo tipo de trabajo profesional se puede usar esta motivación compasiva. Por supuesto, no hay duda de que en el campo de la educación la motivación compasiva es importante y per­tinente. Sea o no sea creyente, la compasión por la vida o el futuro de los estudiantes, no sólo por sus exámenes, hace mucho más eficaz el trabajo del maestro. Con esa motivación, pienso que los alumnos nos recordarán toda la vida.

Del mismo modo, en el campo de la salud hay una ex­presión en tibetano que dice que la eficacia del tratamiento depende del afecto del médico. Debido a esta ex­presión, cuando los tratamientos de cierto médico no funcionan, la gente echa la culpa a su carácter, pensan­do que no es una persona bondadosa. El pobre médico a veces se crea una mala reputación. No hay duda, por lo tanto, de que en el campo de la salud la motivación com­pasiva es algo muy importante.

Pienso que lo mismo ocurre con los abogados y los po­líticos. Si tuvieran más motivación compasiva, habría me­nos escándalos. Como consecuencia, la comunidad ente­ra tendría más paz. Creo que la tarea política sería más eficaz y se la respetaría más.

Finalmente, y en mi opinión, lo peor de todo es la guerra. Pero con el afecto y la compasión humanos has­ta la guerra es mucho menos destructiva. La guerra com­pletamente mecanizada que carece de sentimiento humano es peor.

Creo, además, que la compasión y el sentido de la res­ponsabilidad pueden entrar también en los campos de la ciencia y de la ingeniería. Por supuesto, desde un punto de vista puramente científico, armas tan pavorosas como las bombas nucleares son logros notables. Pero podemos decir que son negativas porque traen un sufrimiento in­menso al mundo. Por lo tanto, si no tomamos en cuenta el dolor, los sentimientos y la compasión, no existe de­ marcación entre el bien y el mal. Como vemos, la com­pasión humana puede llegar a todas partes.

Me parece un poco difícil aplicar este principio de la compasión al campo de la economía. Pero los economistas son seres humanos que por supuesto también ne­cesitan afecto humano, sin el cual sufrirían. Pensando sólo en las ganancias, sin tener en cuenta las consecuen­cias, los traficantes de drogas no se equivocan pues, des­de el punto de vista económico, ellos también consiguen unas ganancias tremendas. Pero como eso es muy noci­vo para la sociedad y para la comunidad, decimos que está mal, y llamamos criminales a esas personas. Si vamos al caso, creo que los traficantes de armas están en la misma categoría. El tráfico de armas es igualmente peli­groso e irresponsable.

Por esas razones pienso que la compasión humana, o lo que a veces llamo «afecto humano», es el factor clave de toda actividad humana.Así como vemos que los cin­co dedos sólo son útiles con la palma de la mano, si no estuvieran unidos a ella no servirían para nada. Del mis­mo modo, toda acción humana que carece de senti­miento humano se vuelve peligrosa. Con el sentimiento y el reconocimiento de los valores, todas las actividades humanas se vuelven constructivas....SU SANTIDAD EL XIV DALAI LAMA DEL TIBET...