Numero y espacio en el I Ching (2da parte)

miércoles, 22 de junio de 2011

 


Ese quelónido que sigue siendo primordial para entender el misterio que rodea al I Ching. Al respecto, Vitus Droscher, el genial etólogo alemán, sostuvo que la tortuga es “longeva porque crece hasta el día de su muerte”, frase a todas luces alquímica si las hubiere. Prueba elocuente del número indivisible de lo vivo, la tortuga sostiene el mundo desde la vieja cosmogonía hindú hasta la fantasía galápago, allí en donde silban sus amores y hablan de una felicidad que los seres humanos nunca conoceremos. El carey de su caparazón, como el jade, es un elástico cómputo de las revoluciones solares y la danza estelar y tal vez por eso, al contacto del fuego, entre el azar y la intuición, que diría E. Saad, fundó para los primeros adivinos y sabios chinos un saber basado en la sincronicidad. Mas tarde, por encima de la tortuga y segura como ella, creció el I Ching, arrastrando en su curso secular taoísmo y confucionismo, ritual y danza, número y aforismos.
En occidente, por una curiosa sincronía, la tortuga fue para los griegos un animal hermético, dueño de saberes secretos, entre los cuales se cuenta el de la música cítara. Plutarco dice de ella que es símbolo de las virtudes domésticas y Dom Pernety sostuvo que ella es la prima materia del trabajo alquímico: ejemplifica en su forma cómo lo lento se vuelve rápido, cómo la tierra se vuelve cielo.
En apretadas páginas el estudioso E. Saad intenta hallar el puente, tan necesario hoy, entre Oriente y Occidente, sirviéndose para ello de analogías biológicas y científicas y probando, una vez más, lo que ahora llamamos biorritmos, los chinos lo conocieron bajo el principio sincrónico del I Ching. El largo y fascinante laberinto que ese libro antiguo nos propone recorrer tiene, desde el punto de vista numerológico, dos cifras significativas a las que también Occidente prestó atención: el 6 y el 9. Sólo de pensar su reflejo especular nos vienen a la memoria las leyes que rigen la embriología humana, siendo seis sexos y nueve la cifra aproximada de lunas que tardará una criatura cabeza abajo en el vientre de su madre, en tornarse cabeza arriba entre los brazos de su padre. Los cabalistas hebreos sostienen que la letra cuya cifra es seis, la vav ( ), alude al día de la creación del hombre, y que por ello representa su columna vertebral; mientras que la tet ( ) cuyo valor es nueve, alude a su ombligo, centro aúreo, punto de intersección entre las generaciones. ¿A caso no nos dice, de modo parecido, el I Ching, que entre la segmentación (líneas partidas) y la coherencia (líneas enteras) el peso del pasado puede hacer ingrávido nuestro presente, alternándonos una y otra vez sobre lo que crece y decrece, sobre la ilusión dualista y, sobre todo, acerca de la relación cabeza/pie, principio y fin de nuestro destino personal?

Si el hombre desea nacer una y otra vez tiene, al fin y al cabo, que revertir el seis en nueve, pasando por el trigrama dialéctico psicoanalítico si quiere o bien atendiendo a la inscripción metabólica que desde su propio cuerpo le anuncia las rutas correctas e incorrectas de su fisiología y su camino dietético, tiene la ventaja de transpersonalizar nuestras preguntas arrojándonos de regreso al cosmos, mas allá de la ciudad y de la época, es decir más acá de la máscara social, y en tal sentido emerge, al igual que la cabala con sus treinta y dos senderos, como una vía de sabiduría que mediante sesenta y cuatro hexagramas (obsérvese que es el doble de la occidental) nos permite pensarnos más allá del ego, como simples puntos focales en el gran diorama de la naturaleza.
Tal vez en esa diferencia numérica escribe el secreto del valor que los chinos confieren al espacio, del que elocuentemente nos habla el I Ching.
Cuando digo espacio, nos referimos a la naturaleza, medio ambiente, ecología.
Los treinta y dos senderos de la sabiduría judeocristiana se remiten, tout court, al corazón del hombre. Pero hoy sabemos que no somos ni debemos ser, como especie, el centro del universo. Hay otras treinta y dos formas esparcidas en las redes cristalinas de la materia y son ellas, que nos preceden y nos sucederán, las que en definitiva regulan, desde una posición no egótica, nuestro ritmo viviente.
Heroica ha sido nuestra aventura numérica desde los días de Grecia a Israel, puesto que nos ha conducido al ordenador y a la fibra óptica, a las estadísticas y la tabla periódica de los elementos. Sin embrago tal aventura pertenece al reino del conocimiento al que sigue faltándole el rey sabio, un eje reparador, un acorde armónico.
El I Ching puede, según explica E. Saad, ocupar ese lugar, convirtiéndonos de pensadores temporales en seres para quienes el espacio no es meramente la envoltura aleatoria de su cuerpo sino un organismo vasto y maravilloso del que tenemos el privilegio de ser el sintético espejo microcósmico. Dado que la crisis energética que enfrentamos (carestía de petróleo, polución, materiales no biodegradables) pone en tela de juicio la velocidad, deberemos volver a pensar en la mítica tortuga de Fu Xi y su proverbial lentitud, porque, tal como dijo Lao Tsé, “sin salir de su cuarto el sabio conoce el universo”, y sólo hay una verdadera paz en la ecuanimidad de espíritu.

Abramos, pues, la ventana de nuestra habitación a ese libro que es el universo: el I Ching...