Fulcanelli:El Misterio de las Catedrales...

sábado, 10 de abril de 2010

 


Cuando escribió El misterio de las catedrales, en 1922, Fulcanelli no había recibido El don
de Dios, pero estaba tan cerca de la Iluminación suprema quejuzgó necesario esperar y
conservar el anonimato, el cual por lo demás, había observado constantemente, acaso más
por inclinación de su carácter que por obedecer rigurosamente la regla del secreto. Porque
hay que decir que este hombre de otro tiempo, por su apariencia extraña, sus maneras
anticuadas y sus ocupaciones insólitas, llamaba, sin pretenderlo, la atención de los
desocupados, los curiosos y los tontos, mucho menos, empero, de la que había de suscitar, un
poco más tarde, la desaparición total de su personalidad común.
Así desde la compilación de la primera parte de sus escritos el Maestro manifestó su
voluntad absoluta y sin apelación de que su identidad real permaneciese en la sombra, de que
desapareciese su marbete social definitivamente trocado por el seudónimo impuesto por la
Tradición y conocido desde hacía largo tiempo. Este nombre célebre ha quedado tan
firmemente grabado en la memoria, hasta las generaciones futuras más lejanas, que es
ciertamente imposible que sea sustituido jamás por cualquier patronímico, por muy
verdadero, brillante o famoso que fuese.
Sin embargo, no debemos pensar que el padre de una obra de tan alta calidad la
abandonase, inmediatamente después de haberla engendrado, sin razones adecuadas, por no
decir imperiosas, y profundamente meditadas. Éstas, en un plano muy distinto, condujeron a
un renunciamiento que no deja de causar admiración, cuando incluso los autores más puros,
entre los mejores, se muestran siempre sensibles al oropel de la obra impresa. Cierto que, en
el reino de las letras de nuestro tiempo, el caso de Fulcanelli no se parece a ningún otro,
porque emana de una disciplina ética infinitamente superior, según la cual el nuevo Adepto
ajusta su destino al de sus raros predecesores, aparecidos sucesivamente, como él en su época
determinada, jalonando, como faros de salvación y de misericordia, el camino infinito.
Filiación sin tacha, prodigiosamente perpetuada, a fin de que se reafine sin cesar, en su doble
manifestación espiritual y científicta la Verdad eterna universal e indivisible. A semejanza de
la mayoría de los Adeptos antiguos, Fulcanelli al arrojar a las ortigas de la zanja el gastado
despojo del hombre viejo, no dejó en el camino más que la huella onomástica de su fantasma,
cuya altiva enseña proclama la aristocracia suprema.
Quienes posean algún conocimiento sobre los libros de alquimia del pasado sabrán que la
enseñanza oral de maestro a discípulo prevalece sobre cualquier otra, lo cual tiene fuerza de
aforismo. Fulcanelli recibió su iniciación de esta manera, como la recibimos nosotros después
de él aunque tengamos que declarar, por nuestra parte, que Cyliani nos había abierto ya de
par en par la puerta del laberinto, en el curso de aquella semana de 1915 en que su opúsculo
fue reeditado.
En nuestra Introducción a Las doce llaves de la Filosofía, insistimos deliberadamente en
que Basilio Valentín fue el iniciador de nuestro Maestro, y lo hicimos, entre otras razones,
para tener ocasión de cambiar el epíteto del vocablo, es decir, de sustituir -por prurito de
exactitud-, con el adjetivo numeral primero, el calificativo verdadero que habíamos utilizado
antaño, en nuestro prólogo a las Moradas filosofales. En aquella época, ignorábamos la
conmovedora carta que transcribiremos un poco más adelante y que debe su impresionante
belleza al aliento de entusiasmo, al acento fervoroso que inflama a su autor, sumido en el
anónimo por el raspado de la firma, como se borra el nombre del destinatario por falta de
señas. Éste fue indudablemente el maestro de Fulcanelli el cual dejó entre sus papeles la
epístola reveladora cruzada por dos franjas oscuras en el lugar de los pliegues, por haber
pertenecido largo tiempo guardada en la cartera, adonde iba, empero, a buscarla el polvo
impalpable y graso del hornillo en continua actividad. El autor de El Misterio de las
catedrales conservó, pues, durante muchos años, como un talismán la prueba escrita del
t7iunfo de su verdadero iniciador, que nada nos impide que publiquemos hoy, tanto más
cuanto que nos da una idea elocuente y justa del terreno sublime en que se sitúa la Gran Obra
No creemos que nadie nos reproche 1a longitud de la extraña epístola de la que sin duda sería
lamentable suprimir una sola palabra:
Mi viejo amigo,
Esta vez, ha recibido usted verdaderamente el don de Dios, es una Gracia grande, y, por primera
vez, comprendo la rareza de este favor. Considero, en efecto, que, en su abismo insondable de
sencillez, el arcano es imposible de encontrar por la sola fuerza de la razón, por muy sutil que ésta
sea y por mucho que se haya ejercitado. En fin, posee usted el Tesoro de los Tesoros, demos
gracias a la Divina Luz por haberle hecho partícipe de él. Por lo demás, lo tiene justamente
merecido por su fe inquebrantable en la Verdad, por su constancia en el esfuerzo, por su
perseverancia en el sacrificio, y también, no lo olvidemos... por sus buenas obras.
Cuando mi mujer me anunció la buena nueva, me quedé aturdido de gozosa sorpresa y no cabía en
mí de felicidad. Tanto, que me decía: ojalá no paguemos esta hora de embriaguez con un terrible
mañana. Pero, por muy breve que sea mi información sobre la cosa, creí comprender, y esto en mi
certeza, que el fuego sólo se apaga cuando la obra se ha cumplido y toda la masa tintórea
impregna el vaso, que, de decantación en decantación, permanece absolutamente saturado y
se vuelve luminoso como el sol.
Ha llevado usted su generosidad hasta el punto de asociarnos a este alto y oculto conocimiento que
le pertenece de pleno derecho y de un modo absolutamente personal. Mejor que nadie,
comprendemos todo su precio, y, también mejor que nadie, somos capaces de guardarle por ello
eterno reconocimiento. Sabe usted que las más bellas frases y las más elocuentes protestas no valen
lo que la sencillez emocionada de estas solas palabras: es usted bueno, y, por esta gran virtud, ha
colocado Dios sobre su frente la diadema de la verdadera realeza. Él sabe que hará usted un uso
digno de este cetro y de los inestimables gajes que lleva consigo. Nosotros le conocemos desde
hace tiempo como el manto azul de sus amigos en desgracia; pero el manto caritativo se ha
ensanchado de pronto, pues ahora todo el azul del cielo y su gran sol cubren sus nobles hombros.
Ojalá pueda gozar mucho tiempo de esta grande y rara dicha, para satisfacción y consuelo de sus
amigos, e incluso de sus enemigos, pues la desdicha lo borra todo y usted posee, a partir de hoy, la
varita mágica que hace todos los milagros.
Mi mujer, con la inexplicable intuición de los seres sensibles, había tenido un sueño
verdaderamente extraño. Había visto a un hombre envuelto en todos los colores del prisma,
elevándose hasta el sol. La explicación no se hizo esperar. ¡Qué maravilla! ¡Qué bella y victoriosa
respuesta a mi carta cargada, sí, de dialéctica y -teóricamente- exacta, pero muy distante aún de lo
Verdadero, de lo Real ¡Ah! Casi puede decirse que el que saluda a la estrella de la mañana pierde
para siempre el uso de la vista y de la razón, pues queda fascinado por su falsa luz y es precipitado
en el abismo... A menos que, como a usted, no venga un gran golpe de suerte a arrancarle del borde
del precipicio.
Ardo en deseos de verle, mi viejo amigo, de oírle contar sus últimas horas de angustia y de
triunfo. Pero, créalo, jamás podré traducir en palabras la gran alegría que experimentamos y toda la
gratitud que sentimos hacia usted en el fondo de nuestro corazón. ¡Aleluya!
Le abrazo y le felicito,
Su viejo...
El que sabe hacer la Obra con sólo el mercurio ha encontrado lo que hay de más perfecto; es
decir, ha recibido la luz y realizado el Magisterio.
Tal vez un pasaje habrá chocado, sorprendido o desconcertado al lector atento y ya
familiarizado con los principales datos del problema hermético. Es cuando el íntimo y sabio
correspondiente exclama:
«¡Ay! Casi puede decirse que el que saluda a la estrella de la mañana pierde para
siempre el uso de la voz y de la razón pues queda fascinado por su falsa luz y es precipitado
en el abismo. »
¿No parece esta frase contradecir lo que afirmamos, hace más de veinte años en un
estudio sobre el Vellocino de Oro (1), es decir, que la estrella es el gran signo de la Obra, -
que sella la materia filosofal- que le dice al alquimista que no ha encontrado la luz de los
locos, sino la de los sabios, que consagra la sabiduría y que la llamamos estrella de la
mañana? Pero, ¿s e ha señalado que concretábamos brevemente que el astro hermético es
ante todo admirado en el espejo del arte o mercurio, antes de ser descubierto en el cielo
químico, donde alumbra de manera infinitamente más discreta? Si nos hubiéramos
preocupado más del deber de la caridad que de la observancia del secreto, y aun a costa de
pasar por fervientes adeptos de la paradoja habríamos podido insistir entonces en el
maravilloso arcano y, con este fin, copiar algunas líneas escritas en un viejísimo carnet,
después de una de aquellas eruditas charlas con Fulcanelli que, acompañadas de café
azucarado y frío, hacían nuestras profundas delicias de adolescente asiduo y estudioso,
ávido de un saber inapreciable:
Nuestra estrella es única y, sin embargo, es doble. Aprenda a distinguir su huella real de su
imagen, y observará que brilla con mayor intensidad a la luz del día que en las tinieblas de la noche.
Declaración que corrobora y completa la de Basilio Valentín (Doce llaves), no menos
categórica y solemne:
(1) Alchimie, pág. 137. J. -J. Pauvert, editor.
«Los dioses han otorgado al hombre dos estrellas para que le conduzcan a la gran Sabiduría,
obsérvalas, ¡oh, hombre!, y sigue con constancia su claridad, porque en ella se encuentra
la Sabiduría.»
¿Acaso no son estas dos estrellas las que os muestran una de las pequeñas pinturas
alquímicas del convento franciscano de Cimiez, acompañada de la inscripción latina que
expresa la virtud salvadora inherente al resplandor nocturno y estelar. «Cum luce saluten;
con la luz la salvación»?
En todo caso, por poco sentido filosófico que uno tenga y por poco trabajo que se tome en
meditar las anteriores frases de Adeptos incontestables, poseerá la llave con ayuda de la cual
abre Cyliani 1a cerradura del templo. Pero, si todavía no comprende, que relea a Fulcanelli y
no vaya a buscar en otra parte una enseñanza que ningún otro libro podría darle con tanta
precisión
Hay, pues, dos estrellas, las cuales, a pesar de que parezca inverosímil forman en realidad
una sola La que brilla sobre la Virgen mística -a la vez nuestra madre y el mar herméticoanuncia
la concepción y no es más que el reflejo de 1a otra, que precede al advenimiento
milagroso del Hijo. Pues si la Virgen celestial es todavía llamada stella matutina, estrella de
la mañana; si es posible contemplar en ella el esplendor de una señal divino; si el
descubrimiento de esta fuente de gracias pone gozo en el corazón del artista, no es, empero,
más que una simple imagen reflejada por el espejo de la Sabiduría. A pesar de su importancia
y del lugar que ocupa en los autores, esta estrella visible, pero inalcanzable, da testimonio de
la realidad de la otra, de la que coronó al Niño divino en el momento de nacer. El signo que
condujo a los Magos a la cueva de Belén, nos dice san Crisóstomo, fue a colocarse, antes de
desaparecer, sobre la cabeza del Salvador, rodeándole de un halo luminoso.
Insistimos en ello, porque estamos seguros de que algunos nos lo agradecerán: se trata
verdaderamente de un astro noctumo cuya claridad resplandece sin gran fuerza en el polo del
cielo hermético. Importa, pues, instruirse, sin dejarse engañar por las apariencias, sobre este
cielo terrestre de que habla Wenceslao Lavinius de Moravia y sobre el cual insiste tanto
Jacobus Tollius:
«Comprenderás lo que es el Cielo leyendo el pequeño comentario que sigue y por el cual el
Cielo químico habrá sido abierto. Pues este cielo es inmenso y viste los campos de luz purpúrea,
donde se han reconocido sus astros y su sol.»
Es indispensable meditar bien que el cielo y la tierra aunque confusos en el Caos cósmico
original no son diferentes en sustancia ni en esencia, sino que llegan a serlo en calidad, en
cantidad y en virtud ¿Acaso la tierra alquímica, caótica, inerte y estéril no contiene el cielo
filosófico? ¿Ha de ser, pues, imposible al artista, imitador de la Naturaleza y de la Gran Obra
divina, separar en su pequeño mundo, con ayuda del fuego secreto y del espíritu universal las
partes cristalinas, luminosas y puras, de las partes densas, tenebrosas y groseras? No, por lo
tanto, debe realizarse esta separación que consiste en extraer la luz de las tinieblas y en
efectuar el trabajo del primero de los Grandes Días de Salomón. Gracias a ella podremos
saber lo que es la tierra filosofal y lo que los Adeptos han llamado cielo de los Sabios.
Philaléthe, que, en su Entrada abierta al Palacio cerrado del Rey, es quien más se extendió
sobre la práctica de la Obra, señala la estrella hermética y llega a la conclusión de la magia
cósmica de su aparición:
«Es el milagro del mundo, la reunión de las virtudes superiores en las inferiores; por esto el
Todopoderoso la marcó con un signo extraordinario. Los Sabios 1a vieron en Oriente, se
llenaron de admiración y comprendieron en seguida que un Rey purísimo había nacido en el
mundo.
»Tú, cuando hayas visto su estrella, síguela hasta la Cuna; allí verás al hermoso Niño.»
« Tómese cuatro partes de nuestro dragón ígneo que oculta en su vientre nuestro Acero
mágico, y nueve partes de nuestro Imán mézclese todo por medio de Vulcano ardiente, en
forma de agua mineral donde sobrenadará una espuma que debe ser quitada. Arrójese la
costra, tómese el núcleo, purifíquese tres veces, por el fuego y la sal cosa que se hará
fácilmente si Saturno ha visto su imagen en el espejo de Marte. »
Por último, añade Philaléthe.
« Y que el Todopoderoso estampe su sello real en esta Obra y la adorne con él
particulannente. »
La estrella a decir verdad, no es un signo especial de la labor de la Gran Obra. Podemos
encontrarla en multitud de combinaciones arquímicas, de procedimientos particulares y de
operaciones espagíricas de menor importancia; sin embargo, ofrece siempre el mismo valor
indicativo de transformación parcial o total de los cuerpos sobre los cuales se ha fijado. Juan
Federico Helvetius nos dio un ejemplo típico de ello en el pasaje de su Becerro de Oro (Vitulus
Aureus) que traducimos a continuación:
«Cierto orfebre de La Haya (ciu nomen est Grillus), discípulo muy ejercitado en alquimia,
pero hombre muy pobre según la naturaleza de esta ciencia pidió hace algunos años (2) a mi
mejor amigo, es decir, a Juan Gaspar Knbtter, tintorera, espíritu de sal preparado de manera
no vulgar. Al preguntar Knótter si este espíritu de sal especial sería o no utilizado para los
metales, Gril respondió que para los metales, seguidamente vertió este espíritu de sal sobre
plomo que había colocado en un recipiente de vidrio utilizado para confituras o alimentos.
Pues bien, al cabo de dos semanas, apareció, flotando, una muy curiosa y resplandeciente
Estrella plateada, que parecía trazada con un compás por un artista muy hábil Por lo que
Gril lleno de inmensa alegría, nos manifestó que había visto ya la estrella visible de los
Filósofos, sobre la cual probablemente, se había informado en Basilio (Valentín). Yo y otros
muchos hombres honorables contemplamos con suma admiración esta estrella flotante en el
espíritu de sal, mientras que, en el fondo, permanecía el plomo de color de ceniza e hinchado
a la manera de una esponja. Sin embargo, en un intervalo de sie te o nueve días, fue
desapareciendo la humedad del espíritu de sal absorbida por el grandísimo calor del aire
(2) Hacia 1664, año de la edición príncipe e imposible de encontrar en Vitulus Aureus.
del mes de julio, y la estrella llegó al fondo, depositándose sobre aquel plomo esponjoso y
terroso. Fue un resultado digno de admiración y no para un reducido número de testigos. Por
último, Gril copeló en una vasta la parte de este plomo ceniciento a que se había adherido la
estrella y obtuvo, de una libra de este plomo, doce onzas de plata de copela y, además, de
estas doce onzas, dos onzas de oro excelente. »
Tal es el relato de Helvetius. Sólo lo damos para confirmar la presencia del signo estrellado
en todas las modificaciones intemas de cuerpos tratados filosóficamente. Sin embargo, no
quisiéramos ser causa de trabajos infructuosos o engañadores que sin duda emprendedan
algunos lectores entusiastas, fundándose en la reputación de Helvetius, en la probidad de los
testigos oculares y, tal vez también en nuestro constante afán de sinceridad Por esto
queremos observar, a quienes quisieran repetir el ensayo, que faltan en esta narración dos
datos esenciales: la composición química exacta del ácido clorhídrico y las operaciones
efectuadas previamente sobre el metal. Ningún químico será capaz de contradecirnos si
afirmamos que el plomo ordinario, sea cual fuere, no tomará jamás el aspecto de la piedra
pómez sometiéndolo en frío, a la acción del ácido muriático. Varios preparativos son, pues,
necesarios para provocar la dilatación del metal separar de él las impurezas más groseras y
los elementos inestables, y producir en fin, mediante la fermentación necesaria, la hinchazón
que le hace adquirir una estructura esponjosa, blanda y que manifiesta ya una marcadísima
tendencia al cambio profundo de las propiedades especí ficas.
Blaise de Vignére y Naxágoras, por ejemplo, han escrito largamente sobre la conveniencia de
una prolongada cocción previa. Pues, si es cierto que el plomo común está muerto -porque ha
sufrido la reducción, y una gran llama, dice Basilio Valentín, devora un fuego pequeño-, no es
menos verdad que el mismo metal pacientemente alimentado con sustancia ígnea, se
reanimará, reanudará poco a poco su actividad abolida y, de masa química inerte se
convertirá en cuerpo filosóficamente vivo.
Tal vez alguien se asombrará de que hayamos tratado tan prolijamente de un solo punto
de la Doctrina hasta dedicarle la mayor parte de este prólogo, lo cual en consecuencia, nos
hace temer que hayamos rebasado la finalidad corrientemente asignada a los escritos de este
género. Se advertirá, no obstante, que era lógico que desarrollásemos este tema que nos
introduce, a pie llano podríamos decir, en el texto de Fulcanelli. Efectivamente, ya en su
umbral se entretiene largamente nuestro Maestro en el papel capital de la Estrella, en la
Teofanía mineral que anuncia, con certeza, la elucidación tangible del gran secreto enterrado
en los edificios religiosos. El misterio de las catedrales: así se titula precisamente esta obra de
la que hoy ofrecemos -después de la tirada de 1926, compuesta únicamente de trescientos
ejemplares- la segunda edición aumentada con tres dibujos de Julien Champagne y varias
notas originales de Fulcanelli recogidas tal cual sin la menor adición ni el más pequeño
cambio. Estas se refieren a una cuestión muy angustiosa que ocupó largo tiempo la pluma del
Maestro y de la que diremos unas palabra a propósito de las Moradas filosofales.
Por lo demás, si hubiera que justificar el mérito de El misterio de las catedrales, bastaría
señalar que este libro ha sacado de nuevo a plena luz la cábala fonética cuyos principios y su
aplicación habían caído en el más absoluto olvido. Después de esta enseñanza detallada y
precisas tras las breves consideraciones apocadas por nosotros con ocasión del centauro, del
hombre-caballo del Plessis-Bourré, de Dos mansiones alquímicas, será ya imposible confundir
la lengua matriz, el enérgico idioma fácilmente comprendido aunque jamás hablado y,
siempre según de Cyrano Bergerac, el instinto o la voz de la Naturaleza, con las
transposiciones, los trastocamientos, las sustituciones y los cálculos no menos abstrusos que
arbitrarios de la kábala judía. Por eso importa distinguir los dos vocablos, cábala y kábala, a
fin de utilizarlos como se debe: el primero, como derivado de xaj3a>,>,ni o del Latín
caballus, caballo; el segundo, del hebreo kabbalah que significa tradición. En fin, no se podrá
ya, a pretexto de los sentidos figurado admitidos por analogía, de corrillo, manejo o intriga,
negar al sustantivo cábala la función que sólo él es capaz de desempeñar y que Fulcanelli lo
confirmó magistralmente, al encontrar la llave perdida de la Gaya ciencia, de la Lengua de
los dioses o de los pájaros. Las mismas que Jonathan Swift, el singular deán de San Patricio,
conocía a fondo y practicaba a su manera, con tanto saber y virtuosismo.

«Vale más vivir con grandes agobios
pobre, que haber sido seiíor
y pudrirse en una rica tumba.
¡Que haber sido señor! ¿Qué digo?
Señor, ¡ay! ¿acaso ya no lo es?
Según dicen los davídicos,
jamás conoceréis su lugar.»
FRANCOIS VILLON.