El AmOr...

domingo, 15 de agosto de 2010

 


El AmOr...

DeL SeXo A La SuPeRcOnCIeNcIa....

El SeXo: El OrIgEn DeL AmOr...

El amor... ¿qué es el amor? Sentirlo es fácil, pero definirlo es en verdad difícil. Si le preguntas a un pez qué es el mar, el pez dirá: «Esto es el mar, mira a tu alrededor... y esto es lo que es». Pero si insistes: «Por favor defínelo», entonces el problema resultará muy difícil.
Las cosas mejores y más bellas de la vida pueden ser vividas, pueden ser conocidas, pero son difíciles de definir, son difíciles de describir.
Esta es la desgracia del hombre: durante los últimos cuatro o cinco mil años el hombre se ha limitado a hablar y hablar del amor, de eso que debiera haber vivido intensamente, de eso que ha de ser vivido desde el interior. Ha habido grandes conferencias sobre el amor; se han cantado canciones de amor, se han entonado himnos devocionales en los templos e iglesias. ¿Qué es lo que no se hace para alabar el amor? Y aun asíno hay lugar para el amor en la vida del hombre. Si examinamos detenidamente el,lenguaje del hombre, veremos que no existe palabra más falsa que «amor».
Todas las religiones
predican el amor, pero la clase de amor que predomina, la clase de amor que ha
envuelto a la Humanidad como una desgracia hereditaria, sólo ha conseguido
cerrar todas las entradas al amor en la vida del hombre. Y las masas idolatran
como creadores del amor a los líderes de las religiones. Estos han sido los que
han falsificado al amor, los que han secado todas las corrientes del amor.
Respecto a esto, no existe diferencia básica en cuanto a actitud entre Oriente y
Occidente, entre la India y América.
El manantial del amor
aún no emerge en la vida del hombre. Esta situación la atribuimos al hombre
mismo. Decimos que el amor no ha surgido, que no hay una corriente de amor en
nuestras vidas debido a que el hombre se halla viciado. Culpamos a nuestra
mente; decimos que la mente es venenosa. La mente no es veneno. Aquellos que
están corrompiendo a la mente han envenenado al amor, no han permitido que el
amor florezca. Nada es venenoso en este mundo. No existe nada que sea malo en
toda la creación de Dios; todo es néctar. Es el hombre quien ha convertido todo
el néctar en veneno. Y los mayores culpables de esto son los llamados
profesores, los denominados santones y santos, los políticos.
Reflexiona
detenidamente sobre esto. Si esta enfermedad no es comprendida, si no es
corregida ahora mismo, ni ahora ni en el futuro habrá posibilidades para el amor
en la vida humana.
La ironía es que
hemos aceptado ciegamente las justificaciones de este hecho, las cuales
provienen de las mismas fuentes que son las culpables de que el amor aún no
brille en el horizonte humano. Si se repiten, se reiteran, siglo tras siglo, los
principios que nos hacen errar el camino, no lograremos ver la falsedad
fundamental oculta tras los principios originales. Y entonces surge el caos,
porque el hombre es intrínsecamente incapaz de convertirse en aquello que esas
reglas antinaturales dicen que debería convertirse. Simplemente aceptamos que el
hombre está errado.
He oído que en
tiempos remotos, un buhonero de abanicos de mano solía pasar a diario frente al
palacio de un rey, vociferando acerca de lo excepcionales y estupendos que eran
los abanicos que tenía a la venta. Proclamaba que nunca nadie había fabricado ni
visto abanicos como estos.
El rey tenía una
colección de todo tipo de abanicos provenientes de todos los rincones del
planeta. Sintió curiosidad y salió al balcón para ver al vendedor de tan
extraordinarios y estupendos abanicos. Sin embargo, le pareció que los abanicos
eran corrientes, a lo más, que valdrían una rupia cada uno, pero hizo llamar al
hombre.
El rey preguntó:
«¿Por qué son tan extraordinarios estos abanicos y cuál es su precio?»
El buhonero
respondió: «Su Majestad, el precio no es muy alto. En comparación con la calidad
de estos abanicos el precio es muy bajo. Cien rupias cada abanico».
El rey estaba
asombrado. «¿Cien rupias? Estos abanicos que valen una rupia cada uno, que no
valen más de diez pesetas, pueden encon-trarse en todas partes... ¿y pides cien
rupias por cada uno? ¿Qué tienen de especial estos abanicos?»
El hombre dijo: «¡La
calidad! Cada abanico está garantizado durante cien años. No se estropearán ni
siquiera en cien años».
«Si me baso en su
aspecto, parece imposible que duren ni siquiera una semana. ¿Estás tratando de
engañarme? ¿Es esto un fraude total? ¿Y además al rey?»
El buhonero replicó:
«¡Mi Señor! ¿Cómo me atrevería? Usted sabe muy bien, Señor, que paso diariamente
bajo su balcón vendiendo abanicos... El precio es de cien rupias por abanico, y
me hago res-ponsable si no dura cien años. Me podéis encontrar todos los días en
la calle. Y además, sois el soberano de estas tierras, ¿cómo podría estar a
salvo si os engaño?»
El abanico fue
comprado por el precio solicitado. Aún cuando el rey no confiaba, se moría de
curiosidad por saber en qué se basaba el buhonero para hacer esas afirmaciones.
Se le ordenó al hombre que se presentara después de siete días.
La varilla central se
desprendió en tres días, y el abanico se desintegró antes de una semana.
El rey estaba seguro
de que el hombre de los abanicos nunca se presentaría nuevamente. Sin embargo,
para su completa sorpresa, el hombre se presentó por su propia voluntad tal como
se le había requerido: a tiempo, al séptimo día.
«¡A su servicio, su
Señoría!»
El rey estaba
furioso: «¡Canalla! ¿Eres un bobo? Mira, ahí está tu abanico, todo roto. Este es
el estado en que se encuentra después de una semana y tú me garantizaste que
duraría cien años. ¿Estás loco o eres un gran timador?»
El hombre replicó
humildemente: «Con las debidas excusas, parece ser que mi Señor no sabe utilizar
un abanico. El abanico debe durar cien años. Está garantizado... ¿Cómo lo
utilizó?»
«El rey le dijo:
«¡Dios mío! ¡Ahora también deberé aprender a utilizar un abanico!»
«Por favor no se
enfade. ¿Cómo llegó el abanico a este estado en siete días? ¿Cómo lo utilizó?»
El rey tomó el
abanico y le mostró la forma según la cual uno se abanica.
Y el hombre dijo:
«Ahora comprendo el error. No ha de abanicarse de esa forma».
«¿Qué otro método
existe para abanicarse?»
El hombre le explicó:
«Sostenga el abanico; manténgalo inmóvil frente a usted y luego mueva la cabeza
de un lado a otro. El abanico durará cien años. Puede que usted muera, pero el
abanico seguirá intacto. El abanico no tiene nada malo. Su forma de abanicarse
es la que está equivocada. Mantenga la cabeza inmóvil y agite el abanico. ¡Qué
culpa tiene mi abanico! La culpa es suya, no de mi abanico».
¡La Humanidad, el
hombre, es acusada de un error parecido! Observa nuestra Humanidad: El hombre se
halla muy enfermo, consecuencia de cinco, seis o diez mil años de acumular
enfermedad. Se afirma una y otra vez que es el hombre el que está mal, y no la
cultura. El hombre se está pudriendo; la cultura es ensalzada. ¡Nuestra
grandiosa cultura! ¡La grandiosa religión!... ¡Todo es grandioso! ¡y observa el
resultado!
Afirman que el hombre
está mal, que el hombre debiera cambiar. Y sin embargo, ningún hombre se pone en
pie y cuestiona si las cosas son como debieran ser debido a que nuestra cultura
y nuestra religión, que no han logrado llenar de amor al hombre desde hace diez
mil años, están basadas en falsos valores. Y si el amor no se ha desarro-llado
en los últimos diez mil años, cree mi palabra de que no existe ninguna
posibilidad futura de un hombre amoroso si nos hemos de basar en esta cultura y
religión. Lo que no pudo lograrse en los últimos diez mil años no puede ser
alcanzado en los próximos diez mil años, porque el hombre de hoy será el mismo
que el de mañana. Aun cuando las capas externas de etiqueta, civilización y
tecnología cambian de una época a otra, el hombre es y será siempre el mismo.

¡No estamos
dispuestos a reexaminar nuestra cultura y nuestra religión, y sin embargo las
ensalzamos a voz en grito y besamos los pies de sus santos y custodios! Ni
siquiera estamos dispuestos a mirar atrás, a reflexionar acerca de nuestra forma
de vida y el curso de nuestro pensamiento para verificar si no nos conducen por
caminos equivocados, si es que no están totalmente errados...
Quiero decir que la
base es defectuosa, que los valores son falsos. Prueba de ello es el hombre
actual. ¿Qué otra prueba podría haber?
Al plantar una
semilla, ¿qué conclusión extraemos si los frutos son venenosos y amargos? Se
deduce que la semilla debe de haber sido venenosa y amarga... Pero, por
supuesto, es difícil vaticinar si una semilla determinada producirá o no frutos
amargos. Puedes observarla, mirarla por todos lados, presionarla, romperla, sin
embargo, no podrás predecir con seguridad si los frutos serán dulces o no lo
serán. Tendrás que esperar la prueba del tiempo.
Planta una semilla.
Una planta brotará. Pasarán los años y crecerá un árbol que se elevará más y
más, sus ramas se extenderán hacia el cielo, dará frutos... y sólo entonces
podrás saber si la semilla que plantaste era o no era amarga. El hombre moderno
es el fruto de estas semillas de cultura y religión que fueron plantadas y
nutridas hace diez mil años. Y este fruto es amargo, lleno de conflictos y
sufrimiento.
Y sin embargo
nosotros somos los que alabamos estas semillas y esperamos que el amor florezca
de ellas. Eso no va a ocurrir, lo repito, porque la posibilidad misma de que el
amor surja ha sido destruida por la religión. La posibilidad ha sido envenenada.
Más que en el hombre, podemos ver el amor en las aves, animales y plantas; en
aquellos que no tienen religión ni cultura. Podemos ver más amor en el hombre
incivilizado, en un montañés subdesarrollado, que el que podemos encontrar en el
mal llamado progresivo, culto y civilizado hombre actual. Y os lo recuerdo, los
aborígenes no han desarrollado civilización, cultura o religión.
¿Por qué el hombre se
está volviendo cada vez más estéril respecto al amor cuanto más civilizado,
culto y religioso es, cuanto más acude a orar a templos e iglesias? Existen
motivos, y quisiera discutirlos. El manantial perenne del amor podrá brotar si
logramos comprender esto. Sin embargo, ahora está cubierto de piedras: no puede
fluir. Está cerrado por todos lados, y el río Ganges no puede salir a
borbotones, no puede fluir libremente.
El amor se halla en
el interior del hombre. No es necesario importarlo desde el exterior. No es una
mercancía que debamos adquirir en algún mercado. Está allí, como la fragancia de
la vida. Está en el interior de todo el mundo. La búsqueda del amor, la
aspiración de alcanzarlo, no es una acción positiva o un acto abierto de acudir
a un lugar determinado y extraerlo...
Un escultor se
hallaba tallando una roca. Alguien que había ido a ver cómo se hacía una
estatua, observó que no había indicio alguno de una estatua. Sólo había una roca
que era tallada aquí y allá con cincel y martillo.
El hombre preguntó:
«¿Qué estás haciendo? ¿No vas a hacer una estatua? He venido a ver cómo se hace
una estatua, pero veo que estás cincelando una roca».
El artista respondió:
«La estatua se halla oculta en su interior. No es necesario hacerla. Sólo hay
que quitar el volumen de piedra inútil que la cubre y la estatua aparecerá. Una
estatua no se fabrica: es descubierta. Es desvelada, es traída a la luz».
El amor se halla
encerrado en el interior del hombre: sólo hay que liberarlo. No se trata de
producirlo: hay que descubrirlo. Sin embargo, ¿con qué nos hemos cubierto, qué
es lo que le impide salir?
Trata de preguntarle
a un médico qué es la salud. Es algo muy ex-traño el hecho de que ningún médico
en el mundo pueda decirte qué es la salud. Aun cuando toda la ciencia médica se
basa en la salud, ¿no hay nadie que pueda decirte qué es la salud? Si le
preguntas a un doctor, te contestará que él puede decirte lo que son las
enfermedades, lo que son los síntomas. Puede que conozca diferentes términos
técnicos para todas y cada una de las enfermedades, y también puede prescribir
la cura... ¿Pero la salud? Acerca de la salud no sabe nada. Sólo puede decir que
la salud es aquello que queda cuando no está presente ninguna enfermedad. Esto
se debe a que la salud se halla oculta en el interior del hombre. Trasciende sus
posibilidades de definición.
La enfermedad
proviene de afuera, y por tanto, puede ser definida; la salud proviene de
nuestro interior, por lo tanto no puede ser definida. Se resiste a la
definición. Sólo podemos decir que la salud es la ausencia de enfermedad. Eso
está bien, ¿pero es ésta la definición de salud? En ella, no se dice nada
respecto a la salud en sí. El hablar acerca de la ausencia de enfermedad nos
dice algo acerca de la enfer-medad, no acerca de la salud. Y la verdad es que no
es necesario crear la salud. O bien se halla oculta por la enfermedad o aparece
si la enfermedad desaparece, si se retira o es expulsada. La salud se encuentra
en nuestro interior; la salud es nuestra naturaleza.
El amor se halla en
nuestro interior. El amor es nuestra naturaleza intrínseca. Es un completo error
pedirle al hombre que dé amor. El problema no consiste en crear amor, sino en
indagar y descubrir los motivos por los cuales no logra manifestarse. ¿Cuál es
el obstáculo, la dificultad? ¿Dónde está el dique que lo refrena?
Si no existen
barreras, el amor aparecerá. No es necesario per-suadirle o guiarle. Cada hombre
se hallará lleno de amor si no existen barreras de falsa cultura o de
tradiciones degradantes y dañinas. Nada puede sofocar al amor. El amor es
inevitable. El amor es nuestra na-turaleza.
El Ganges fluye desde
los Himalayas. Su corriente de agua es fuerte y fluida. No le pregunta a un
sacerdote por el camino hacia el océano. ¿Has visto alguna vez a un río en un
cruce de caminos, soli-citándole a un policía las indicaciones para llegar al
océano? Por muy lejos que el mar se encuentre, por oculto que esté, es seguro
que el río hallará el camino. Eso es inevitable. Tiene el impulso interno. No
tiene ninguna guía, pero es totalmente seguro que llegará a su destino. Socavará
las montañas, cruzará las llanuras y atravesará el campo en su deseo de alcanzar
el océano. Un deseo insaciable, una impre-sionante energía se aloja en lo más
profundo de su corazón.
Sin embargo, ¿qué
pasará si el hombre interpone obstáculos en su camino, si los seres humanos
construyen diques? Un río supera, atraviesa las barreras naturales -que en
realidad no constituyen un verdadero obstáculo para él- pero si el hombre crea
barreras, si ingenieros humanos construyen diques que lo obstaculicen, es
posible que el río nunca llegue al océano. Uno debiera tener presente la obvia
diferencia en esta situación. El hombre, la inteligencia suprema de la creación,
puede impedir, si así lo decide, que el río llegue al mar.
En la naturaleza
existe una unidad fundamental, una armonía. Las obstrucciones, los aparentes
obstáculos que se ven en la natu-raleza, son desafíos para despertar la energía:
cumplen la función de toques de clarinete que despiertan aquello que se halla
latente en el interior. No existe desarmonía en la naturaleza.
Cuando sembramos una
semilla, parece ser que la capa de tierra que se halla sobre la semilla la está
presionando, le está impidiendo crecer. Es así como parece ser; pero en
realidad, esa capa de tierra no constituye una obstrucción. Sin esa capa, la
semilla no puede germi-nar: la tierra presiona a la semilla a fin de ablandarla,
desintegrarla y transformarla en un árbol joven. Aparentemente, la tierra está
sofocando a la semilla, pero la tierra sólo está realizando la labor de un
amigo. Esta es una operación clínica. Si una semilla no se transforma en una
planta pensamos que la tierra puede no ser la apropiada o que la semilla no ha
tenido suficiente agua o suficiente luz solar. No culpamos a la semilla. Sin
embargo, si no se producen flores en la vida del hombre, afirmamos que el hombre
es el respon-sable de ello. Nadie piensa en abonos de mala calidad, en una falta
o de agua o de luz solar, y hace algo en consecuencia. En este caso, todo se
limita a acusar al hombre de «maligno». Y el hecho es que la planta del hombre
se ha quedado subdesarrollada, ha sido reprimida por una actitud hostil, no ha
logrado alcanzar el estado de flo-recimiento.
La naturaleza es una
armonía rítmica, pero la artificialidad que el hombre ha impuesto sobre ella, la
ingeniería que ha llevado a cabo sobre ella, el conocimiento mecánico que ha
arrojado a la corriente de la vida, han creado obstrucciones en muchos lugares,
han detenido el flujo... Y se culpa al río. Dicen: «El hombre es malo; la
semilla es venenosa»...
Quiero atraer tu
atención hacia el hecho de que los principales obstáculos han sido construidos
por el hombre, creados por él mismo; de otro modo, el río del amor podría correr
libremente y llegar al océano de Dios. El amor es algo inherente al hombre. Si
los obstáculos son eliminados con discernimiento, el amor podrá fluir. El amor
podrá elevarse hasta alcanzar a Dios, al Sublime Supremo.
¿Cuáles son estas
imposiciones hechas por el hombre?
En primer lugar, la
obstrucción más obvia ha sido la oposición al sexo, a la pasión. Esta
prohibición ha destruido la posibilidad de que el amor nazca en el hombre.
Y la pura verdad es
que el sexo es el punto de partida del amor. El sexo es el inicio del viaje en
pos del amor. El origen, el Gangotri del Ganges del amor es el sexo, la pasión,
y todo el mundo se comporta como si éste fuese el enemigo. Todas las culturas,
todas las religiones, todos los gurús, todos los profetas y videntes han atacado
a este Gangotri, a esta fuente, y el río se ha quedado detenido allá arriba. El
vocerío público siempre ha dicho que el sexo es un pecado, que es irreligioso:
el sexo es veneno. Nunca nos damos cuenta de que, en último término, es la misma
energía sexual la que viaja y llega al océano del amor. El amor es la
transformación de la energía sexual. El amor florece de la semilla del sexo.
Si ves un trozo de
carbón, no se te ocurriría pensar que ese carbón, si es transformado, se
convertirá en diamante. Los elementos pre-sentes en el carbón son los mismos que
en el diamante. En esencia, no existe diferencia fundamental entre los dos.
Después de ser some-tido a un proceso de miles de años, el carbón se convierte
en dia-mante. Pero al carbón no se le otorga importancia alguna. Si es
alma-cenado en una casa, se le pone en un lugar en que no sea visto por los
visitantes, mientras que los diamantes, se llevan alrededor del cuello, sobre el
pecho, de modo que todo el mundo pueda verlos. El diamante y el carbón son lo
mismo, aun cuando son dos puntos de la jornada del mismo elemento y sin embargo,
¿es acaso obvia en alguna parte del mundo esta afinidad interna entre ellos? Si
te transformas en un enemigo del carbón -lo que sería muy natural, dado que a
primera vista el carbón sólo puede ofrecer hollín negro- la posibilidad de su
transformación en diamante finalizaría en ese punto. Ese mismo carbón podría
haberse transformado en un diamante; sin embargo, odiamos al carbón, y de allí
la anulación de cualquier posibilidad de progreso posterior.
Sólo la energía del
sexo puede florecer en amor; pero todo el mundo, incluyendo a los grandes
pensadores de la Humanidad, están en su contra. La oposición no permite que la
semilla germine. El palacio del amor es saboteado desde sus cimientos. La
hostilidad en contra del sexo ha destruido la posibilidad del amor. Al carbón se
le niega la posibilidad de transformarse en diamante.
Es debido a este
concepto fundamental erróneo que nadie siente la necesidad de atravesar las
etapas de aceptación, desarrollo y transformación del sexo. ¿Cómo podemos
transformar algo de lo cual somos enemigos, ante lo cual nos oponemos, con lo
cual estamos en guerra constante?
Al hombre se le ha
impuesto una lucha constante en contra de su energía. Se le enseña a luchar en
contra de la energía sexual, a oponerse a las tendencias sexuales.
«La mente es veneno;
por lo tanto, lucha contra ella». Pero la mente está en el hombre y el sexo
también. Y sin embargo, se espera del hombre que se encuentre libre de
conflictos internos; se espera de él que tenga una existencia armoniosa. Debe
luchar en contra de los conflictos y también hacer la paz con ellos; esas son
las enseñanzas de sus líderes. Por un lado, hacen que el hombre se vuelva loco,
y por el otro, construyen manicomios para someterlo a tratamiento. Esparcen los
gérmenes de la enfermedad y construyen, paralelamente, los hospitales para
curarla.
Otra consideración
importante es que el hombre no puede ser separado del sexo. El sexo es su
origen: es allí donde nace. Dios ha aceptado la energía del sexo como el punto
de partida de la creación. ¡Y los «grandes hombres» lo consideran un pecado,
mientras que el mismo Dios no lo considera así! Si Dios considerara el sexo como
un pecado, significaría que no hay pecador más grande que Dios en este mundo, en
el universo.
¿Has pensado alguna
vez que el florecimiento de una planta es una expresión de pasión, que es un
acto sexual? Un pavo real danza en toda su gloria, y un poeta hará una canción
de ello. Un santo también se sentirá lleno de júbilo. Pero ¿no se dan cuenta que
la danza es también una expresión abierta de pasión, de que es también, en lo
fundamental, un acto sexual? ¿A quién desea agradar el pavo real con su danza?
El pavo está llamando a su amada, a su pareja. Los pájaros, el cucú, cantan; un
hombre llega a la adolescencia, una muchacha se transforma en una mujer; ¿Qué es
todo esto? ¿Qué juego es éste? Todo eso son indicaciones de amor, de energía
sexual. Esas manifestaciones son formas transformadas del sexo, expre-siones del
amor. Burbujean con energía, reconocen y aceptan al sexo, a la vida. La vida
entera: todos los actos, las actitudes, las tendencias, corresponden al
florecimiento de la energía sexual primaria.
La religión y la
cultura están volcando, en la mente del hombre, veneno en contra del sexo.
Intentan crear un conflicto, una guerra. El hombre se halla luchando en contra
de su energía primaria, y de ese modo se ha vuelto débil y extraño, tosco y
vulgar, falto de amor y lleno de nada.
Debemos ser amigos y
no enemigos del sexo. El sexo debiera ser elevado a alturas más puras.
Un sabio, mientras
bendecía a la pareja de recién casados, le dijo a la novia: «Que seas madre de
diez niños y que, finalmente, tu esposo se transforme en tu décimo primer hijo».

Si la pasión es
transformada, la esposa puede transformarse en una madre; si la lascivia es
trascendida, el sexo puede transformarse en amor. Sólo la energía sexual puede
florecer en una fuerza amorosa, pero hemos llenado al hombre de oposición hacia
el sexo. Y el resul-tado es que el amor no ha florecido. Lo que ha de llegar, lo
venidero sólo puede ser posible si se acepta el sexo. La corriente del amor no
puede crecer debido a la oposición cerrada. Al contrario: el sexo, se mantiene
agitándose en el interior y la consciencia del hombre se halla así enturbiada
por la sexualidad.
La conciencia moral
del hombre se está volviendo más y más sexual. Nuestras canciones, poemas,
pinturas e incluso las figuras de ídolos en el templo están virtualmente
centradas en torno al sexo, porque nuestras mentes también se hallan rotando en
torno al eje sexual. ¡Ninguno de los animales del mundo es tan sexual como el
hombre! El hombre es sexual por donde quiera que se le mire; despierto o
dormido, en sus modales así como en su conducta. Siem-pre está obsesionado por
el sexo.
Debido a este
rechazo, a esta oposición, a esta represión, el hombre se halla arruinado en su
interior. No podrá nunca, debido a sus constantes conflictos internos, liberarse
de aquello que es la raíz misma de su vida. Todo su ser se ha vuelto neurótico.
Está enfermo. Esta sexualidad pervertida que es tan evidente en el hombre se
debe a los mal llamados líderes y santos. Ellos son los culpables de esto. La
posibilidad de que el amor florezca seguirá siendo nula hasta que el hombre se
libere de estos profesores, moralistas y líderes religiosos y de sus falsos
sermones.
Recuerdo una
historia.
Un domingo, un pobre
granjero salía de su casa. Al llegar a la verja, se encontró con un amigo de la
infancia que venía a visitarlo. El granjero dijo: «¡Bienvenido! ¿Dónde has
estado durante tantos años? Entra... pero prometí ir a ver a unos amigos y me es
difícil posponer ese compromiso. Por favor descansa en mi casa. Regresaré en una
hora, más o menos. Volveré pronto y podremos conversar largo y tendido».
El amigo respondió:
«¡Oh, no! ¿No sería mejor que fuera contigo? Mis ropas están sucias... si me
pudieras dar ropa limpia, me podría cambiar e ir contigo».
Mucho tiempo atrás,
el rey le había regalado al granjero unos vestidos muy valiosos y él los había
conservado para alguna gran ocasión. Alegremente los fue a buscar. El amigo se
vistió con el precioso abrigo, se puso el turbante, el dhoti y los
atractivos zapatos. Parecía un rey. Mirando a su amigo, el granjero sintió un
poco de envidia. Comparado con él, el granjero parecía un sirviente. Pensó que
había sido un error haberle prestado su mejor vestido. El granjero se empezó a
sentir inferior. Ahora, pensó, todo el mundo miraría al amigo y él parecería ser
un asistente, un sirviente.
Intentó aquietar su
mente diciéndose a sí mismo que era un buen amigo, un hombre de Dios; que sólo
debía pensar en Dios y en las cosas buenas. «Después de todo, ¿qué importancia
tiene un hermoso abrigo o un buen turbante?»
Sin embargo, mientras
más trataba de convencerse a sí mismo, más se obsesionaba con el abrigo y el
turbante.
En el camino, y
aunque iban juntos, los transeúntes sólo miraban al amigo. Nadie se daba cuenta
de la presencia del granjero. Empezó a sentirse deprimido. Conversaba con su
amigo, pero interiormente sólo pensaba en el abrigo y el turbante.
Llegaron a la casa a
la cual se dirigían y presentó a su amigo: «Este es mi amigo, un amigo de la
niñez. Es un gran hombre...»; pero de pronto explotó, «... y las ropas son
mías». Esto fue debido a que todos los habitantes de la casa tenían la vista
fija en su amigo, observando sus hermosas vestiduras. Y en el interior del
granjero se había iniciado un diálogo: el abrigo, el turbante; mi abrigo, mi
tur-bante... y esto seguía y seguía. Estaba obsesionado con ellos y
na-turalmente, lo que había sido reprimido, escapó de sus labios: «... y las
ropa son mías».
El amigo se quedó
aturdido. Los dueños de la casa también se sorprendieron. También él se dio
cuenta de su impertinente ob-servación, pero ya era tarde. Internamente se
arrepintió del desacierto y se reprochó el patinazo.
Al irse de la casa se
disculpó con su amigo. El amigo dijo: «Me quedé anonadado. ¿Cómo pudiste hablar
así?»
El granjero le
contestó: «Lo siento, es mi lengua. Cometí un error».
Pero la lengua nunca
miente. Las palabras salen de la boca sólo si algo de lo que se dice se halla
presente en la mente. La lengua nunca comete un error.
Dijo: «Perdóname.
¿Por qué lo dije?, no lo sé». Pero él sabía perfectamente cómo la idea había
surgido en su mente.
Encaminaron sus pasos
hacia la casa de otro amigo. Ahora, internamente, él estaba tomando la firme
decisión de no decir que las vestiduras eran suyas. Estaba fortaleciendo su
mente. Al llegar a la verja de la casa, ya había adoptado la firme decisión de
que no iba a mencionar que la ropa era suya. Pero ese tonto no sabía que cuanto
más se imponía a sí mismo el no decir nada, más firmemente se enraizaba su
sentimiento interno de que él era el dueño de esas vestiduras.
Por otra parte, ¿en
qué ocasiones se adoptan las decisiones firmes? El significado del hecho de que
un hombre tome una firme decisión, por ejemplo: un voto de celibato, es que la
sexualidad está intentando desesperadamente salir desde adentro. Un hombre
decide que desde hoy comerá menos o que comerá rápido. Eso implica que tuvo que
decidir eso porque profundamente desea comer más. Y estos esfuer-zos producen,
inevitablemente, un conflicto interno. Somos lo que nuestras debilidades son.
Pero decidimos ponerles freno, resolvemos luchar en su contra. Esto,
naturalmente, se transforma en fuente de conflicto subconsciente.
Así, enfrascado en su
lucha interna, nuestro granjero entró en la casa. Comenzó con mucha cautela. «El
es mi amigo...» Pero mientras decía esto, se dio cuenta de que nadie le prestaba
ninguna atención sino que todos miraban asombrados a su amigo y a su vestimenta.
Y eso le alteró, «Estos son mi abrigo y mi turbante». Se recordó a sí mismo que
no tenía que hablar de la ropa, porque así lo había resuelto.
«Todo el mundo tiene
ropa, de un tipo o de otro, pobres o ricas. Eso es un asunto trivial». Se
explicó a sí mismo, pero las ropas se balanceaban ante sus ojos como un péndulo,
desde afuera hacia adentro y desde adentro hacia afuera
Reanudó la
presentación: «El es mi amigo. ¡Un amigo de la infancia! Es una excelente
persona... y las ropas son suyas y no mías».
Los presentes se
sorprendieron. Nunca habían oído presentar a un amigo de esa forma... «Las ropas
son suyas, y no mías».
Después de salir, se
disculpó por el tremendo desatino que había cometido. Se sentía confundido
acerca de qué hacer y qué no hacer así como respecto a lo que le estaba pasando.
Decía: «Hasta ahora, nunca unos vestidos me habían obsesionado de esta forma.
¡Oh, Dios! ¿Qué me ha ocurrido?»
El pobre individuo no
sabía que la técnica que estaba empleando consigo mismo era tal que incluso si
Dios la pusiera en práctica, las ropas también le obsesionarían.
Indignado, el amigo
le dijo que ya no deseaba ir a ninguna parte con él. El granjero se aferró a sus
pies y le dijo: «Por favor no hagas eso. Me sentiría desgraciado durante el
resto de mi vida por haber sido tan descortés con un amigo. Juro que ya no
mencionaré las ropas. Juro por Dios, de todo corazón, que ya no mencionaré las
ropas».
Pero uno debiera
siempre fijarse en aquellos que juran, porque en su interior albergan un
sentimiento mucho más profundo. La mente superficial adopta una resolución, pero
aquello en contra de lo cual apunta el juramento, sigue estando contenido en los
laberintos de la mente subconsciente. Si la mente se halla dividida en diez
partes, es una parte, la más superficial, la que se compromete con las
reso-luciones, mientras que las restantes nueve partes están en su contra. El
voto de celibato es adoptado por una parte, mientras que la otra parte que está
loca por el sexo, pide llorando aquello que Dios ha implantado en el hombre.
Sea como fuere, se
dirigieron a la casa de un tercer amigo. Ahora, intentó contenerse rigurosamente
a sí mismo. Las personas reprimidas son muy peligrosas porque en su interior hay
un volcán en actividad. Externamente están rígidas y reprimidas, pero la falta
de expresión se halla absolutamente constreñida en su interior.
Y por favor, recuerda
que un logro forzado no puede ser constante ni completo debido al inmenso
esfuerzo que requiere. Por fuerza deberás relajarte en algún momento. Tendrás
que descansar... ¿Por cuánto tiempo puedo mantener el puño
apretado?¿Veinticuatro horas? Cuanto más lo apriete, más me cansaré y más pronto
lo abriré. Esfuérzate más; pon más energía, y más pronto te cansarás y la
reacción será la opuesta e igual de rápida. La palma puede permanecer abierta
todo el tiempo, pero no puede permanecer cerrada todo el tiempo. Algo que te
cansa tanto no puede constituir una forma natural de vida. Siempre que fuerces
algo, necesitarás un lapso de tiempo para descansar. Así cuanto más santo sea el
adepto, más peligroso será. En veinticuatro horas de represión -siguiendo las
normas de las escrituras-, tendrá que relajarse durante una hora; un rato.
Durante este período de descanso, aparecerán en oleada todos los pecados
reprimidos y se encontrará en medio de un infierno.
De modo que el
granjero se había estado reprimiendo riguro-samente a sí mismo para no hablar de
las ropas. Imagina su estado: aunque seas una persona poco religiosa, te podrás
imaginar su condición mental. Si juraste algo alguna vez o tomaste votos o te
reprimiste por uno u otro motivo religioso, debes comprender perfec-tamente bien
el lamentable estado en que su mente se encontraba.
Entraron en la
siguiente casa. El granjero estaba transpirando profusamente; estaba exhausto.
El amigo también estaba preocupado. El granjero estaba muy tenso y ansioso.
Pronunció con lentitud y cautela cada una de las palabras de la presentación:
«El... es... mi... amigo. Es un..., viejo... amigo. Es... un hombre... muy
bueno». Titubeó por un instante. Un gran impulso surgió desde su interior y se
sintió arrastrado. Dijo abruptamente, en voz alta: «Y las ropas... Perdónenme.
No diré nada acerca de ellas, pues he jurado no hablar de su vestido».
Lo que le ocurrió a
este hombre le ha estado ocurriendo a toda la Humanidad. El sexo se ha
transformado en una obsesión, en una enfermedad, en una perversión. Está
envenenado debido a la condena a que ha sido sometido
Desde su más tierna
edad a los niños se les enseña que el sexo es pecado. A las niñas se les dice, a
los niños se les advierte, que el sexo es pecado. Una niña crece. Un niño crece.
Viene la adolescencia. Contraen matrimonio. Y así se inicia un viaje hacia la
pasión, con la convicción establecida de que el sexo es pecado. A la muchacha
también se le dice que su esposo es un dios. ¿Cómo puede reverenciar como a un
dios a alguien que la conduce al pecado? Al muchacho se le dice que ella es su
esposa, su pareja, su compañera. Las escrituras afirman que la mujer es la
entrada al infierno, una fuente de pecado. El muchacho siente que tiene a un
demonio viviente como compañero en la vida. El muchacho piensa: «¿Es ésta mi
amada mitad; mi amada e infernal y pecaminosa mitad?» ¿Cómo va a haber armonía
en su vida?
Las enseñanzas
tradicionales han destruido la vida conyugal en el mundo entero. Cuando existen
prejuicios acerca de la vida conyugal, cuando ésta se halla envenenada, no
existe la posibilidad del amor. Si marido y mujer no pueden amarse libremente el
uno al otro -lo cual es inherente y muy natural- ¿quién va a amar a quién? Esta
angustiosa situación, este amor enturbiado, puede ser purificado, puede ser
elevado a alturas tan sublimes que puede romper todas las barreras, resolver
todos los complejos y sumergirlos en regocijo puro y divino. Esta sublimación es
posible. Pero si la semilla misma es destruida, si es secada, envenenada, ¿qué
puede brotar de ella? ¿Cómo podrá llegar a ser una rosa de amor supremo?
Un asceta errante
estaba acampado en un pueblo. Un hombre se le acercó y le dijo que deseaba
conocer a Dios. El asceta le preguntó: «¿Has amado a alguien alguna vez?»
«No, no he caído en
cosa tan mundana. Nunca me he rebajado tanto, porque es a Dios a quien deseo
alcanzar».
El asceta le preguntó
de nuevo: «¿Nunca has experimentado las congojas del amor?»
El buscador le
respondió enfáticamente: «Te estoy diciendo la verdad».
El pobre hombre decía
la verdad porque en el ámbito de la religión, el amor es motivo de
descalificación. Tenía la seguridad de que si respondía que había amado a
alguien, el asceta le pediría que se deshiciera del amor de inmediato, que
renunciase a ese apego, que dejara atrás las emociones mundanas antes de
solicitar su guía. Así que, aunque pudiera haber amado a alguien alguna vez,
tuvo que responder negativamente. ¿Cómo puedes encontrar a un hombre que ni
siquiera haya amado un poco?
El monje preguntó por
tercera vez: «Dime algo. Revisa cuidadosamente. ¿No has amado ni un poco
siquiera, a alguien, a quien fuera?»
El aspirante le
contestó: «Perdóname, pero ¿por qué insistes en la misma pregunta? No tocaría
siquiera al amor con una vara de tres metros porque deseo alcanzar la
autorealización. Deseo la cualidad divina».
A esto, el asceta
replicó: «Tendrás que disculparme. Por favor vete y acude a otro, pues mi
experiencia me dice que si hubieras amado a alguien, a alguna persona, poco o
mucho, si tan sólo hubieses tenido un atisbo del amor, yo podría ayudarte a
expandirlo, yo podría guiarte para hacerlo crecer y probablemente llegarías a
Dios. Sin embargo, si nunca has amado, no posees nada en tu interior. No tienes
una semilla que pueda convertirse en un árbol. ¡Así que ve y busca a otro, amigo
mío! Si no hay amor, no veo abertura alguna para que Dios entre».
Del mismo modo, si no
hay amor entre marido y mujer... Cometerás un lamentable error si crees que el
marido que no ama realmente a su esposa puede amar a sus hijos. A la esposa le
será posible amar a su hijo en el mismo grado en que ame a su esposo, porque el
niño es el reflejo de su esposo. Si no hay amor por el esposo, ¿cómo podrá haber
amor hacia el hijo? Y si al hijo no se le da amor -nutrir y criar no es amar-
¿cómo esperas que ame a su madre o a su padre?... Una familia es una unidad de
vida. El mundo mismo es también una gran familia. Pero la vida familiar se halla
envenenada debido a la condenación del sexo, y luego nos quejamos diciendo que
el amor no está presente por ningún lado. En estas circunstancias, ¿cómo puedes
esperar que haya amor?
Todo el mundo afirma
que ama: la madre, la esposa, el hijo, el hermano, la hermana, el amigo; todos
dicen que aman. Pero si ob-servas la vida en su totalidad, no verás amor en
ella. Si tanta gente estuviera llena de amor tendría que haber una lluvia de
amor, habría un jardín lleno de flores; flores y más flores. Si hubiese una
lámpara de amor encendida en cada hogar, ¿cuánta luz de amor no habría en el
mundo? En vez de eso, descubrimos una persistente atmósfera de aversión. No hay
ni un solo rayo de amor en este lamentable estado de cosas.
Es un esnobismo el
creer que el amor se halla presente en todas partes y mientras permanezcamos
sumergidos en esta ilusión, ni si-quiera podrá iniciarse la búsqueda de la
verdad. Aquí nadie ama a nadie, y mientras el sexo natural no sea aceptado sin
reservas, no podrá haber amor. Hasta entonces, nadie podrá amar a nadie.
Lo que deseo decir es
esto: que el sexo es divino. La energía básica y primaria del sexo tiene en sí
el reflejo de Dios. Esto es evidente, pues tiene la energía para crear una nueva
vida. Y ésta es la fuerza más grande y misteriosa. Deja de ser su enemigo. Si
anhelas una lluvia de amor en la vida, renuncia al conflicto con el sexo. Acepta
el sexo con alegría, reconoce su cualidad sagrada. Recíbelo con gra-titud y
acéptalo más y más profundamente. Te sorprendería el descubrir cuán sagrado se
revela el sexo cuanto más le brindas una sagrada aceptación. Y cuanto más
pecaminosa e irreverente sea tu actitud, más feo y pecaminoso se reflejará el
sexo. Cuando uno se acerca a la esposa, debería albergar una actitud sagrada,
como si estuviera acudiendo a un templo. Y cuando la esposa se acerca al esposo,
debiera sentirse llena de reverencia, como si se acercara a Dios. Pues en el
sexo los amantes viven el acto sexual, y esa etapa se halla muy cercana al
templo de Dios, en donde El se manifiesta en una creativa ausencia de formas.

Y mi conjetura es que
el hombre obtuvo el primer luminoso vislumbre del samadhi - la
contemplación no cognitiva - en la historia humana, durante la relación sexual.
Unicamente durante el acto sexual el hombre se dio cuenta de que es posible
experimentar un amor tan profundo, una dicha tan luminosa. Y aquellos que
meditaron en esta verdad, en la actitud mental correcta - en este fenómeno del
sexo y la relación sexual- llegaron a la conclusión de que en los instantes del
clímax la mente se vacía de pensamientos. Todos los pensamientos se van en esos
instantes, y este vacío mental, esta vacuidad, esta nada, esta congelación de la
mente es la causa de la lluvia de pura alegría divina.
Habiendo descifrado
el secreto hasta este punto, el hombre profundizó aún más, para saber si la
mente puede ser liberada de los pensamientos; si las ondas de pensamiento, de la
consciencia, pueden ser aquietadas por algún otro proceso y obtener igualmente
un éxtasis tan grandioso y puro.Y es así cómo se desarrolló el yoga, la
meditación y la oración.
El nuevo enfoque
probó que, incluso sin unión sexual, la consciencia puede ser aquietada y los
pensamientos evaporados. El deleite de prodigiosas proporciones que se obtiene
durante el acto sexual también puede ser experimentado sin ese acto sexual. Sin
embargo, el acto sexual, debido a la misma naturaleza del proceso, sólo puede
ser momentáneo, puesto que en él se consume el vigor, el flujo de la energía.

Así entonces, deseo
deciros que el goce puro, el amor más refinado, la paz beatífica en que un yogi
se encuentra todo el tiempo, una pareja lo obtiene sólo por un instante. Sin
embargo, no existe diferencia básica u oposición entre los dos estados. Y es así
que aquél que afirmó que el vishyanand y el brahmanand -aquél que
se deja llevar en los placeres sensuales y aquél que se complace en Brahma- son
hermanos, dijo involuntariamente una verdad. Ambos crecen del mismo útero; la
única diferencia es la distancia que hay entre el cielo y la tierra.
Ahora, en esta etapa,
deseo entregarosel primer principio. El primer requisito, la primera condición
si deseas conocer la verdad elemental del amor, es aceptar la cualidad sagrada,
la divinidad del sexo de la misma forma que aceptas las existencia de Dios: con
un corazón abierto, Cuanto mayor sea la aceptación del sexo con una mente y un
corazón abiertos, más te liberarás de él. Cuanto mayor sea la represión, más
atado estarás a él, tal y como ese granjero que se enredó con las ropas. Cuanto
más aceptas, más te liberas. ¡La aceptación total de la vida, lo natural de la
vida, lo que Dios ha dado a la vida, te llevará al dominio más alto de la
Divinidad! ¡A alturas desconocidas de lo sublime!
A esa aceptación, yo
la llamo teísmo. Y esa confianza en Dios es una puerta hacia la emancipación.
Considero como ateísmo a aquellos mandamientos que impiden que el hombre acepte
lo que es natural en la vida y en el divino plan. «Oponte a esto en la vida,
suprime esto en la vida. Lo natural es pecado, es malo, es lascivia; deja esto,
deja eso otro». Todo esto constituye ateísmo, tal y como yo lo entiendo.
Aquellos que predican la renuncia son ateos.
Acepta la vida en su
forma pura y natural, sumérgete en su ple-nitud. Esa plenitud te elevará poco a
poco. La mismísima aceptación eleva al hombre a aquellas serenas alturas que no
imaginó ni en el sexo ni en sus actos. Si el sexo es carbón, es seguro que
vendrá el día en que se convierta en un diamante... y ése es el primer
principio. La segunda cosa fundamental que deseo decirte se refiere a lo que,
hasta ahora, la civilización, la cultura y la religión del hombre ha forzado en
nuestro interior. Y eso es la consciencia de «yo soy», el ego.
El primer principio
incita a la energía sexual a fluir hacia el amor, pero la valla del «yo» le ha
acordonado como un muro. El amor no puede fluir. El «yo» es muy poderoso, tanto
en el hombre bueno como en el malo, en lo no sagrado y en lo sagrado. La gente
mala impone el «yo» de muchas formas, pero la gente buena también hace
ostentación de su «yo». Desean ir al paraíso, desean ser liberados, han
renunciado al mundo, han construido templos, no cometen pecados, tienen que
hacer esto, desean hacer eso otro, etcétera. Pero ese «yo», ese indicador guía,
se halla omnipresente. Y cuanto más fuerte es el ego de una persona, más difícil
le resulta unirse con alguien, porque el ego se interpone; el «yo» aparece. Es
un muro. Proclama, «Tú eres tú y yo soy yo». Y por eso sucede que la
expe-riencia más íntima no puede acercar a las personas entre sí; los cuerpos
están muy cerca, pero las personas están separadas. Mientras haya un «yo» en
nuestro interior, la sensación del «otro» no puede ser evitada.
Sartre ha dicho algo
estupendo en alguna parte: «El otro es el infierno». Pero no explica por qué el
otro es el infierno o por qué el otro es el otro. El otro es el otro porque yo
soy yo; y mientras yo sea yo, todo el resto del mundo que me rodea será «el
otro», diferente y separado, segregado, sin afinidad entre los dos. Y mientras
exista esa sensación de separación, el amor no podrá volverse una realidad. El
amor es la experiencia de unidad. La experiencia del amor es la demolición de
los muros, la fusión de dos energías. El amor es el éxtasis en que los muros
ambos se desmoronan, en donde las vidas se encuentran y se unen. Cuando una
armonía tal se da entre dos personas, la llamo amor; si se presenta entre una
persona y las masas, la llamo comunión con Dios.
Si puedes sumergirte
conmigo en una experiencia tal que todas las barreras se derritan y tenga lugar
una ósmosis en un nivel espiritual, entonces, eso es amor. Y si como
consecuencia de un entendimiento directo, tal unidad se produce entre mi persona
y todos, de modo que yo pierda mi identidad en el Todo, entonces ocurre ese
logro, entonces allí se da la fusión con Dios, el Todopoderoso, el Omnisciente,
la Consciencia Universal, el Supremo, o como quiera que Lo llames.
Por tanto, afirmo que
el amor es el primer paso y que Dios es el último paso: el destino final...
¿Cómo es posible
entonces olvidarme a mí mismo? A menos que me disuelva a mí mismo, ¿cómo podrá
el otro unirse conmigo? El otro es creado como reacción a mi «yo». Cuanto más
alto encumbre mi «yo», más fuerte se vuelve la existencia del «otro», el eco del
«yo».
¿Y qué es este «yo?»
¿Alguna vez has pensado en esto con detenimiento? ¿ Está en tu pierna o en tu
mano, o en tu cabeza o en tu corazón? ¿O es simplemente el ego?
¿Qué es y dónde está
tu «yo»? La sensación de que existe está allí, pero no está en ningún lugar
preciso.
Siéntate en silencio
por unos instantes y busca ese «yo». Te sor-prenderá el descubrir que, a pesar
de buscar intensamente, no podrás encontrar ese «yo» en ninguna parte. Cuanto
más profundamente busques en tu interior, más te convencerás de que no hay
ningún «yo», de que no hay un ego como tal. ¡Ah! El «yo» no se encuentra allí
donde reside la verdad acerca del Yo.
El emperador Malind
envió a buscar al muy respetado monje Nagsen para agraciar a la corte.
El mensajero llegó
donde Nagsen y le dijo: «¡Monje Nagsen! El emperador desea verte. He venido a
invitarte».
Nagsen le contestó:
«Si deseas que vaya, iré; pero deberás per-donarme, pues no hay ningún Nagsen
aquí. Es sólo un nombre, un nombre temporal».
El mensajero informó
al emperador de que ese hombre era un hombre muy extraño. Había contestado que
vendría, pero que allí no había ningún Nagsen. El emperador quedó atónito.
Nagsen llegó a la
hora convenida en un carruaje real, y el emperador le recibió en la entrada.
«¡Monje Nagsen, te
doy la bienvenida!», exclamó.
Al oír esto, el monje
comenzó a reír: «Acepto tu hospitalidad como Nagsen; pero por favor recuerda que
no hay nadie que se llame Nagsen».
El emperador dijo:
«Estás hablando en forma enigmática. Si tú no eres tú, ¿quién ha aceptado la
invitación? ¿Quién está respondiendo a esta bienvenida?»
Nagsen miró hacia
atrás y dijo: «¿No es éste el carruaje en el que vine?»
«Sí, éste es».
El monje dijo: «Por
favor, soltad los caballos». Así se hizo.
El monje preguntó,
señalando a los caballos: «¿Es éste el ca-rruaje?»
El emperador
respondió: «¿Cómo pueden los caballos ser llamados un carruaje?»
A una señal del monje
los caballos fueron desenganchados y a otra señal suya, las varas utilizadas
para atar a los caballos fueron también retiradas.
«¿Son estas varas el
carruaje?»
«¿Cómo pueden estas
varas ser llamadas un carruaje?»
Entonces fueron
desmontadas las ruedas.
«¿Son estas ruedas tu
carruaje?»
«Por supuesto que no;
éstas son las ruedas y no el carruaje».
El monje siguió
ordenando que desensamblaran todas las partes, una por una, y respecto a cada
una de ellas el emperador tuvo que decir que no eran el carruaje. Finalmente, no
quedó nada. El monje preguntó: «¿Dónde está tu carruaje ahora? Respecto a todas
y cada una de las partes que fuimos quitando, afirmaste que no eran tu
carruaje... Entonces dime, ¿dónde está ahora tu carruaje?»
El emperador quedó
asombrado ante esta revelación.
El monje prosiguió:
«¿Me entiendes? El carruaje era un montaje. Era un conjunto de cosas. El
carruaje no tenía un ser propio. Por favor, ve donde está tu ego, tu «yo». Verás
que el «yo» no está en ninguna parte: es una asociación de muchas energías, y
eso es todo. Piensa en cada uno de tus miembros, en cada uno de tus aspectos.
Todo será eliminado, una cosa tras otra y, finalmente, sólo quedará la nada. El
amor surge de esa nada, pues tú no eres esa nada. Esa nada es Dios».
En un pueblo, un
hombre instaló una gran tienda para vender pescado, con un gran cartel: «Aquí se
vende pescado fresco».
El primer día llegó
un hombre a la tienda y leyó: «Aquí se vende pescado fresco».
«¿Pescado fresco?
¿Acaso se vende pescado rancio en alguna parte? ¡Para qué escribir «Pescado
fresco»!
El tendero vio que
tenía razón. Y por otra parte, «fresco» también sugería la idea de «rancio» a
los clientes. Eliminó «Fresco» del cartel. El cartel ahora decía: «Aquí se vende
pescado».
Una anciana llegó a
la tienda al día siguiente y leyó en voz alta: «Aquí se vende pescado. ¿Acaso
vendes pescado en alguna otra parte?»
El tendero respondió:
«No». «Aquí» fue eliminado; el cartel ahora decía: «Se vende pescado».
Al tercer día, otro
cliente fue a la tienda y dijo: «Se vende pescado? ¿Acaso alguien obsequia
pescado?»
Las palabras «Se
vende», fueron también eliminadas. Ahora sólo quedaba «Pescado».
Un hombre de edad
llegó y le dijo al tendero: «¿Pescado?». Incluso desde muy lejos, hasta un ciego
sabe que aquí venden pescado, debido al olor.
«Pescado», fue
también eliminado. El cartel estaba ahora en blanco.
Alguien que pasaba
dijo: ¿Para qué tener un cartel en blanco? El cartel fue quitado.
Después del proceso
de eliminación, no quedó nada. Se eliminó una cosa después de la otra, y lo que
quedó fue la nada, un vacío.
El amor puede nacer
de esa vacuidad. Un vacío puede fundirse con otro vacío. Un cero puede unirse
con otro cero, en forma total. Dos individuos no pueden encontrarse, pero dos
vacíos sí pueden, pues ahora ya no hay barrera. Todo tiene paredes, pero el
vacío no las tiene.
Así que la segunda
cosa que hay que recordar es que el amor nace sólo cuando la individualidad
desaparece, cuando el «yo» y el «otro» ya no existen. Sea lo que sea que
permanece entonces, es el Todo, lo Ilimitado, pero no el «yo».
Cuando eso se logra,
las barreras se rompen, y ocurre el desbor-damiento del Ganges, que se halla
siempre presto a desbordarse.
Cavamos un pozo. El
agua se encuentra allí dentro, no hay que traerla de alguna otra parte. Sólo
cavamos y quitamos tierra y piedras. ¿Qué estamos haciendo? Creamos un vacío.
Cavar un pozo significa crear un vacío, de modo que el agua que se halla oculta
debajo encuentre un espacio para emerger, para aparecer. Aquello que está
adentro desea espacio; anhela un vacío - que no tiene - para salir, para manar a
chorros. El pozo está lleno de arena y piedras. Apenas quitemos la arena y las
piedras, el agua emergerá. En forma similar, un hombre se halla lleno de amor,
pero éste requiere espacio para aflorar a la superficie. Mientras tu alma, tu
corazón, se hallen afirmando al «yo», serás un pozo lleno de arena y piedras, y
mientras tanto, el flujo del amor no emergerá en tu pozo...
He oído contar la
historia de un antiguo y majestuoso árbol, cuyas ramas se extendían hacia el
cielo. Cuando llegaba la estación de las flores, mariposas de todas las formas,
tamaños y colores, bailaban a su alrededor. Las aves de países lejanos venían y
cantaban cuando sus flores maduraban y fructificaban. Las ramas, como manos
extendidas, bendecían a todos los que acudían a sentarse bajo su sombra.
Un niñito solía venir
a jugar junto a él y el gran árbol se encariñó con el pequeño.
El amor entre lo
grande y lo pequeño es posible, si el grande no es consciente de su grandeza. El
árbol no sabía que era grande, sólo el hombre tiene ese tipo de ideas. La
prioridad de lo grande siempre es el ego, pero para el amor no hay grande o
pequeño; el amor abraza a quienquiera que se le acerque.
Así, el árbol comenzó
a amar a ese pequeño que solía venir a jugar cerca de él. Las ramas eran altas,
pero las inclinaba hacia el niño, de modo que pudiera coger sus flores y frutos.

El amor siempre cede;
el ego nunca está dispuesto a inclinarse. Si te acercas al ego, sus ramas se
estirarán aún más arriba, se pondrá rígido para que no puedas alcanzarlo. El
niño juguetón se acercaba a él, y el árbol inclinaba sus ramas. El árbol se
alegraba mucho cuando el niño cogía algunas flores; todo su ser se llenaba con
la alegría del amor.
El amor siempre está
feliz cuando puede dar algo; el ego siempre está contento cuando puede obtener
algo.
El niño creció. A
veces dormía en el regazo del árbol, comía sus frutos y en ocasiones lucía una
corona con sus flores y actuaba como un rey de la jungla.
Uno se vuelve como un
rey dondequiera que haya flores de amor; y uno se vuelve pobre y lleno de
sufrimiento siempre que las espinas del ego están presentes.
Ver al niño danzando
con una corona de flores, llenaba al árbol de emoción, de alegría. Asentía con
amor, cantaba con la brisa...
El niño creció aún
más. Comenzó a trepar por el árbol para balancearse en sus ramas. El árbol se
sentía muy contento cuando el niño descansaba en sus ramas.
El amor se siente
feliz dándole comodidad a alguien; el ego se siente feliz incomodando a todo el
mundo.
Con el paso del
tiempo, el niño recibió el peso de nuevas tareas. También surgió la ambición;
tuvo que pasar exámenes; tenía amigos con los cuales solía conversar y
curiosear; por tanto, no acudía con frecuencia. Pero el árbol le esperaba
ansiosamente. Desde su alma le llamaba «¡Ven, ven! Te estoy esperando».
El amor espera día y
noche. Y el árbol esperaba. Se sentía triste cuando el niño no acudía. El amor
se siente triste cuando no puede compartir; el amor se siente triste cuando no
puede dar. El amor se siente agradecido cuando puede compartir. El amor está
contentísimo cuando puede entregarse totalmente.
A medida que crecía,
el niño visitaba cada vez menos al árbol. El hombre que se vuelve mayor, cuyas
ambiciones crecen, encuentra menos y menos tiempo para el amor. El muchacho se
hallaba ahora absorto en los asuntos mundanos.
Un día que pasaba por
allí, el árbol le dijo: «Te espero siempre, pero no vienes. Te espero todos los
días»El muchacho lecontestó: «¿Qué quieres? ¿Por qué debo venir? ¿Tienes dinero? Ando en busca de dinero».
El ego siempre actúa
según razones. El ego acudirá sólo si con ello se cumple algún propósito. Pero
el amor es inmotivado. El amor es su propia recompensa.
El árbol,
sorprendido, dijo: «¿ Vendrás únicamente si te doy algo?» Aquello que posee, no
es amor. El ego acumula, pero el amor da en forma incondicional.
«No sufrimos esa
enfermedad, y por eso estamos alegres», dijo el árbol. «Los capullos florecen en
nosotros, muchos frutos crecen en nosotros. Damos una sombra tranquilizadora,
sedante. Danzamos con la brisa y cantamos canciones. Las aves inocentes saltan y
trinan en nuestras ramas, aunque estemos sin dinero. El día en que nos
involucremos con el dinero, tendremos que ir a los templos como hacen tus
débiles hombres para aprender a obtener la paz, y para aprender a encontrar el
amor. No, no tenemos ninguna necesidad de dinero».
El muchacho dijo:
«Entonces, ¿para qué tengo que visitarte? Iré donde haya dinero. Necesito
dinero».
El ego pide dinero
porque necesita poder.
El árbol pensó unos
instantes y dijo: «No vayas a ningún otro lado. Recoge mis frutos y véndelos.
Obtendrás dinero con ello».
El niño se
entusiasmó, inmediatamente trepó y cogió todas las frutas, incluso las que no
estaban maduras El árbol se sintió contento, aun cuando algunas ramas y brotes
resultaron quebrados, aun cuando cayeron algunas hojas al suelo. Incluso el
recibir heridas hace feliz al amor, pero aunque obtenga algo, el ego no está
contento, el ego siempre desea más.
El árbol no se dio
cuenta de que el muchacho ni siquiera se volvió una sola vez a darle las
gracias. El que hubiera aceptado su oferta de recoger y vender los frutos era
suficiente agradecimiento para él.
Durante mucho tiempo
el muchacho no regresó. Ahora tenía dinero y estaba ocupado generando más dinero
con ese dinero. Había olvidado totalmente al árbol.
Pasaron los años. El
árbol estaba triste. Anhelaba el regreso del muchacho, como una madre cuyos
pechos se hallan llenos de leche, pero cuyo hijo se ha perdido. Todo su ser está
anhelando al niño, busca enloquecidamente al niño para que la alivie. Tal era el
grito in-terno de ese árbol. Todo su ser estaba en agonía.
Después de muchos
años, el muchacho, que ahora era un hombre, fue a ver al árbol.
El árbol le dijo:
«Ven, mi niño. Ven, abrázame». El muchacho le contestó: «Deja el
sentimentalismo. Eso era cosa de la niñez. Ya no soy un niño».
El ego toma al amor
por locura, por una fantasía infantil. Pero el árbol le invitó: «Ven, balancéate
sobre mis ramas. Danza. Juega conmigo».
El hombre respondió:
«Deja la charla inútil. Deseo construirme una casa. ¿Puedes darme una casa?»
El árbol exclamó:
«¿Una casa?... Yo vivo sin una casa. Sólo los hombres viven en casas. Nadie más
vive en casas; solamente el hombre. ¿Te das cuenta del estado en que se
encuentra debido a su confinamiento entre cuatro paredes? Cuanto más grandes son
los edificios que construye, más pequeño se vuelve el hombre. No vivimos en
casas... pero puedes cortar y llevarte mis ramas y con ellas podrás construirte
una casa».
Sin perder tiempo, el
hombre trajo un hacha y cortó todas las ramas del árbol. El árbol era ahora un
mero tronco desnudo. Pero al árbol no le importaban estas cosas. Aunque sus
miembros fueran amputados para aquellos a los que amaba.
El amor es dar;
siempre está dispuesto a dar.
El hombre no se
molestó en mostrar su agradecimiento al árbol. Construyó su casa... Los días se
convirtieron en años. El tronco esperó y esperó. Deseaba gritar, pero ni
siquiera tenía ramas u hojas que le dieran fuerza. El viento soplaba, pero no
podía entregar al viento ningún mensaje. Pero aun así, en su alma sólo había una
oración: «Ven, ven, querido. Ven». Pero nada ocurría.
El tiempo pasó, y el
hombre era ahora un anciano. Una vez pasó por allí y se detuvo junto al árbol.

El árbol le preguntó:
«¿Qué más puedo hacer por ti? Has venido después de mucho, mucho tiempo.»
El hombre le dijo:
«¿Qué más puedes hacer? Quiero viajar a países distantes para ganar dinero.
Necesito un bote para poder viajar».
Con alegría el árbol
dijo: «Pero, eso no es un problema, querido. Corta mi tronco y haz un bote con
él. Estaré muy contento de ayudarte a que viajes a países lejanos a ganar
dinero... Pero, por favor recuerda que siempre estaré esperando tu regreso.
El hombre trajo una
sierra, cortó el árbol, fabricó un bote y se fue. Ahora el árbol era una pequeña
cepa. Y sigue esperando, a que su amado regrese. Espera, espera y espera.
El hombre nunca
regresará; el ego sólo va allí donde puede obtener algo, y ahora el árbol no
tiene nada, no tiene nada absolutamente que ofrecer. El ego no acude allí donde
no puede lograr algún beneficio. El ego es un eterno mendigo, siempre pidiendo,
exigiendo algo.
El amor es bondad. El
amor es un rey, un emperador. ¿Existe acaso un rey más grande que el amor?
Una noche yo me
encontraba descansando cerca de esa cepa. La cepa susurró: «Ese amigo mío aún no
ha regresado. Estoy muy preo-cupado: puede que se haya ahogado, que se haya
perdido. Pudo haberse extraviado en uno de esos países lejanos. Puede que haya
muerto. ¡Cuánto deseo tener noticias suyas! A medida que me acerco al fin de mi
vida, me sentiría satisfecho al menos con las noticias de su bienestar. Entonces
podría morir contento. Pero él no vendría ni aunque le llamase, porque ya no me
queda nada que dar, y él sólo entiende el lenguaje del obtener, del recibir.»

El ego sólo comprende el lenguaje de obtener. El amor es el lenguaje del dar.
No puedo decir más que eso. ¡Ah! Además, no hay nada más que decir que esto.
Si la vida pudiese ser como ese árbol, extendiendo ampliamente sus ramas, de modo que todos y cada uno pudiéramos guarecernos bajo su sombra, entonces podríamos comprender lo que es el amor.
No existen escrituras, mapas o diccionarios para el amor. Tampoco existe un conjunto
determinado de principios.
Yo estaba preguntándome acerca de lo que podría decir respecto al amor. Es difícil
describirlo. El amor está simplemente presente. Probablemente puedes verlo en
mis ojos, si vienes y los miras. Me pregunto si se le puede sentir como cuando
mis brazos se extienden para abrazarte.
El amor. ¿Qué es el amor? ... Si no lo sientes en mis ojos, en mis brazos, en mi silencio, nunca podrás entenderlo con mis palabras...

oShO...
Agradezco vuestra
paciente escucha y me postro ante el Supremo que está en todos vosotros.
Aceptad por favor mis
respetos.

Primera charla
Bharatiya Vidya
Bhavan Auditorium
Bombay, agosto 28,
1968