MuErTe Y eTeRnIdAd...

domingo, 15 de agosto de 2010

 



Cuando caminas por un bosque que no ha sido
domesticado por la mano del hombre, no sólo ves abundante vida a tu
alrededor; también encuentras a cada paso árboles caídos y troncos
desmoronados, hojas podridas y materia en descomposición. Dondequiera
que mires, encontrarás muerte además de vida.

Al escrutarlo más
de cerca, descubrirás que el tronco que se está descomponiendo y las
hojas podridas no sólo hacen nacer nueva vida, sino que ellos mismos
están llenos de vida. Los microorganismos están actuando en ellos. Las
moléculas están reordenándose. De modo que no hay muerte por ninguna
parte. Sólo existe una metamorfosis de las formas de vida. ¿Qué puedes
aprender de esto?

La muerte no es lo contrario de la vida. La vida no tiene opuesto. Lo opuesto de la muerte es el nacimiento. La vida es eterna.

A
lo largo de los siglos, los sabios y los poetas han reconocido la
cualidad onírica de la existencia humana: aparentemente tan sólida y
real, y sin embargo tan efímera, que puede disolverse en cualquier
momento.

En la hora de tu muerte, la historia de tu vida puede
parecerte como un sueño que está llegando a su fin. Sin embargo, hasta
en un sueño tiene que haber una esencia que sea real. Debe haber una
conciencia en la que ocurra el sueño, porque de otro modo no soñarías.

Esa conciencia..., ¿la crea el cuerpo, o es la conciencia la que crea el sueño de un cuerpo, el sueño de ser alguien?

¿Por
qué la mayoría de los que han revivido después de la muerte clínica han
perdido el miedo a la muerte? Reflexiona sobre ello.

Por
supuesto que sabes que vas a morir, pero eso no es más que un concepto
mental hasta que te topes por primera vez con la muerte «en persona»:
por me-dio de una enfermedad grave, de un accidente que te ocurre o le
sucede a alguien cercano a ti o por el deceso de un ser querido, la
muerte entra en tu vida haciendo que te des cuenta de tu propia
mortalidad.

La mayoría de las personas se alejan atemorizadas de
la muerte; pero si no te acobardas y afrontas el hecho de que tu cuerpo
es pasajero y podría desvane-cerse en cualquier momento, se produce
cierta desidentificacíón, por pequeña que sea, de tu forma física y
psicológica, del «yo». Cuando ves y aceptas la naturaleza impermanente
de todas las formas de vida, te sobreviene una extraña sensación de paz.

Afrontando
la muerte, tu conciencia se libera, en cierta medida, de la
identificación con la forma. Por eso, en algunas tradiciones budistas
los monjes visitan regularmente los cementerios para sentarse y meditar
entre los difuntos.

En las culturas occidentales, la negación de
la muerte sigue estando muy extendida. Incluso la gente mayor trata de
no hablar ni pensar en ella, y existe la costumbre de ocultar los
cuerpos de los muertos. Una cultura que niega la muerte será
inevitablemente superficial, pues sólo se preocupa por la forma externa
de las cosas. Cuando se niega la muerte, la vida pierde su profundidad.
La posibilidad de saber quiénes somos más allá del nombre y la forma, la
dimen-sión trascendente, desaparece de nuestras vidas porque la muerte
es la puerta a esa dimensión.

La gente suele sentirse incómoda
con los finales, porque cada final es una pequeña muerte. Por eso, en
muchas lenguas, la palabra «adiós» significa «volveremos a vernos».

Cuando
una experiencia —una reunión de amigos, unas vacaciones, que tus hijos
crezcan y se vayan de casa— llega a su fin, mueres un poco. La «forma»
que esa experiencia tenía en tu conciencia se disuelve. Esto suele
producir un sentimiento de vacío que muchas personas prefieren no
sentir, no afrontar.

Si puedes aprender a aceptar, e incluso a
dar la bienvenida a los finales de tu vida, tal vez descubras que el
sentimiento de vacío, que inicialmente te pareció incómodo, se convierte
en una sensación de espacio interno que es profundamente apacible.

Aprendiendo a morir diariamente de este modo, te abres a la Vida.

La
mayoría de las personas sienten que su identidad, su sentido del yo, es
algo increíblemente precioso que no quieren perder. Por eso tienen
tanto miedo a la muerte.

Parece inimaginable y pavoroso que el
«yo» pudiera dejar de existir. Pero confundes ese precioso «yo» con tu
nombre y tu forma, y con la historia aso-ciada a él. Ese «yo» no es más
que una formación temporal en el campo de conciencia.

Mientras
sólo conozcas la identidad vinculada a la forma, no serás consciente de
que esa preciosidad es tu propia esencia, tu sentido Yo Soy más interno,
que es la conciencia misma. Es lo eterno en ti, y eso es lo único que
no puedes perder.

Cada vez que se produce una gran pérdida en tu
vida —como la pérdida de posesiones, de tu hogar, de una relación
íntima; o la pérdida de tu reputación, de tu trabajo o de tus
capacidades físicas—, algo muere dentro de ti. Sientes que mengua tu
sentido de identidad. También podrías sentir cierta desorientación. «Sin
esto..., ¿quién soy yo?»

Cuando una forma con la que te habías
identificado inconscientemente y que considerabas parte de ti te deja o
se desvanece, eso puede ser muy doloroso. Podría decirse que deja un
agujero en la trama de tu existencia.

Cuando te ocurra algo así,
no niegues ni ignores el dolor o la tristeza que sientes. Acepta que
están ahí. Date cuenta de la tendencia de la mente a cons-truir una
historia en torno a esa pérdida en la que se te asigna el papel de
víctima. El miedo, la ira, el resentimiento o la autocompasión son las
emociones que acompañan a ese papel. A continuación, registra de lo que
está detrás de esas emociones y detrás de la historia fabricada por la
mente: ese agujero, ese espacio vacío. ¿Puedes afrontar y aceptar esa
extraña sensación de vacío? Si lo haces, tal vez descubras que ya no te
da miedo. Quizá te sorprenda descubrir la paz que emana de él.

Cada
vez que se produce una muerte, cada vez que una forma de vida se
desvanece, Dios, el informe e inmanifestado, brilla a través de la
abertura dejada por la forma disuelta. Por eso lo más sagrado de la vida
es la muerte. Por eso la paz de Dios puede llegar hasta ti en la
contemplación y en la aceptación de la muerte.

¡Qué efímera es
cada experiencia humana, qué breves nuestras vidas! ¿Hay algo que no
esté sujeto al nacimiento y a la muerte, algo que sea eterno?

Considera
este hecho: si sólo existiera un color, digamos el azul, y el mundo con
todo lo que contiene fuera azul, entonces no habría color azul. Es
necesario que haya algo que no sea azul para poder reconocer el color
azul; de otro modo no «destacaría», no existiría.

Asimismo, ¿no
hace falta que haya algo no pasajero ni impermanente para poder
reconocer la evanescencia de todas las cosas? En otras palabras: si
todo, incluyéndote a ti mismo, fuera impermanente, ¿llegarías a darte
cuenta de ello? El hecho de que seas consciente y puedas testificar la
naturaleza pasajera de todas las formas, incluyendo la tuya, ¿no implica
que hay algo en ti que no está sometido a la muerte?

A los
veinte años eres consciente de tener un cuerpo fuerte y vigoroso;
sesenta años después eres consciente de tener un cuerpo envejecido y
débil. Es posible que tu forma de pensar también haya cambiado desde que
tenías veinte años, pero la conciencia que sabe que tu cuerpo es joven o
viejo, o que tu forma de pensar no es la misma, no ha cambiado. Esa
conciencia es lo eterno en ti: la conciencia misma. Es la Vida Una sin
forma. ¿Puedes perderla? No, porque eres Ella.

Algunas personas
entran en una paz profunda y se vuelven casi luminosas justo antes de
morir, como si algo brillara a través de la forma que se está
des-vaneciendo.

A veces ocurre que personas muy enfermas o
mayores se vuelven casi transparentes, metafóricamente hablando, en las
últimas semanas, meses o incluso años de sus vidas. Cuando te miran,
puedes ver la luz que brilla a través de sus ojos. No queda sufrimiento
psicológico. Se han rendido, y por tanto la persona, el «yo» egótico de
fabricación mental, ya se ha disuelto. Han «muerto antes de morir», y
han encontrado esa profunda paz interna que es la realización de lo
inmortal dentro de ellos.

Cada accidente o desastre contiene una dimensión potencialmente redentora de la que no solemos ser conscientes.

El
tremendo impacto de la muerte inminente y totalmente inesperada puede
obligar a tu conciencia a desidentificarse completamente de la forma. En
los últimos momentos antes de la muerte física, y mientras mueres, te
experimentas como conciencia libre de forma. De repente ya no queda
temor; sólo paz y el conocimiento de que «todo está bien» y que la
muerte sólo es la disolución de la forma. Entonces reconoces que la
muerte es ilusoria, tan ilusoria como la forma con la que te habías
identificado y creías ser.

La muerte no es una anomalía ni el
suceso más negativo, como la cultura moderna quiere hacemos creer, sino
la cosa más natural del mundo, inseparable de -y tan natural como- su
opuesto polar, el nacimiento. Recuérdalo cuando estés sentado junto a un
moribundo.

Estar presente como testigo y compañero en la muerte de una persona es un gran privilegio y un acto sagrado.

Cuando
te sientes con la persona moribunda, no niegues ningún aspecto de esa
experiencia. No niegues lo que está ocurriendo ni niegues tus
sentimientos. El reconocimiento de que no puedes hacer nada podría hacer
que te sintieras impotente, triste o enfadado. Acepta lo que sientes.
Después ve un paso más allá: acepta que no puedes hacer nada, y acéptalo
completamente. No controlas lo que está pasando. Ríndete profundamente a
cada aspecto de la experiencia, tanto a tus sentimientos como a
cualquier dolor o incomodidad que el moribundo pueda experimentar. Tu
estado interno de rendición y la quietud que lo acompaña serán una gran
ayuda para el moribundo que facilitará su transición. Si es necesario
decir algo, las palabras brotarán de tu quietud interior. Pero serán
secundarias.

Con la quietud viene la bendición: la paz...

por ECKHART TOLLE